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Un clamor suspendido entre la vida y la muerte

Publicado en Campo de relámpagos

“Leemos en las historias como las del dios griego Pan, cuando acompañaba a Baco en una expedición a la India, encontró una manera de incitar el terror a una gran cantidad de enemigos: ésta implicaba utilizar a una pequeña compañía de soldados cuyos clamores logró amplificar usando los ecos de las rocas y cavernas del valle. El ronco bramido de las cuevas, unido a la espantosa apariencia de lugares tan oscuros y desérticos, dio tanto horror al enemigo que su imaginación les incitó a escuchar voces y, sin duda, a ver formas que eran más que humanas; mientras que la incertidumbre de lo que temían aumentó su miedo y se extendió más rápido a través de las expresiones faciales que lo que cualquier informe verbal podría transmitir.”

Anthony Ashley Cooper, Earl of Shaftesbury. Carta de entusiasmo a un amigo.

“Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.”

Gustavo Adolfo Bécquer. El monte de las ánimas.

El oído es un sentido aparentemente no tan prioritario como la vista en nuestro modo de identificar elementos que conforman lo que conocemos como realidad pero es quizá más importante para la creación de un entorno de experiencia. El término científico “binding tendency” o “tendencia vinculante”[1] refiere precisamente a la tendencia de cohesionar diferentes estímulos audiovisuales para formar un entorno de experiencia estable. Muchos estudios que investigan sobre los procesos de percepción[2] llegan a la conclusión de que la forma de integrar estos estímulos varía entre los individuos de prueba y podría explicar por qué el sentido de armonía difiere en función de los individuos determinando preferencias y gustos sensoriales. Lo que parece ser una constante en los procesos perceptivos es que, en cualquier ambiente sonoro, la disonancia – es decir la presencia de un elemento sonoro extraño, disruptivo – pone en cuestión la integridad de un entorno que consideramos armónico, es decir: estable[3]. Cuando se produce una disonancia se produce una ruptura en el entorno que nos pone en un estado de alerta. Más aún, cuando no somos capaces de localizar de dónde proviene la señal perceptiva – por ejemplo, en la oscuridad – y no podemos afirmar que lo que estamos experimentando es estable, que es real y que no está solo en nuestra cabeza, experimentamos pánico. Afectados por el mismo terror que sufrieron los enemigos de Pan o el protagonista del conocido relato romántico de Bécquer “El monte de las ánimas” dudamos de que lo que percibimos sea simplemente una alucinación, una forma de locura, la posibilidad aterradora de la pérdida de la razón y la disolución del sujeto como agente central de nuestra experiencia.

El cineasta David Lynch con la colaboración de Angelo Badalamenti usan deliberadamente los paisajes sonoros en sus películas para aportar este elemento de “descontrol” utilizando sonidos cotidianos como el ruido blanco del aire acondicionado o el murmullo incesante del tráfico de una gran ciudad. Pero esos sonidos aparecen velados, filtrados en su grabación a través de tubos o incluso de botellas de cristal[4], deslocalizando completamente el sonido, situándolo en un lugar imaginario que nos resulta de algún modo inaccesible – los espacios laberínticos de los telones rojos. Es así como el director comienza a situar las escenas en un territorio difuso, como si estuvieran dentro de nuestra propia imaginación, separandonos de la realidad que nos circunda, los ruidos “reales” de nuestra ciudad o edificio y sustituyendolos o tal vez se podría decir contaminándolos con sonidos otros que alteran nuestro sentido de realidad y lo ponen en crisis.[5]

En el recinto arquitectónico del Chavín de Huántar en Perú construido alrededor del 900 AC hay un laberinto subterráneo que fue diseñado para que los sonidos generados en él y filtrados por diversas cavidades y zonas de reverberación fueran proyectados a las plazas públicas del recinto de tal modo que pareciera que la voz que provenía del edificio fuera la voz de Dios.[6] Del mismo modo en que de acuerdo con la leyenda del dios Pan éste usó la estructura de las rocas para producir terror en los hombres, en este caso son los hombres los que han creado arquitecturas capaces de acercarnos a la experiencia de lo sobrenatural pero controlado por instituciones terrenales. De hecho la “arquitectura aural”[7] de las catedrales y los espacios sagrados invitan a la internalización de las palabras y sonidos que el sacerdote genera de tal modo que – como en las películas de Lynch – pareciera que son producidas en el interior mismo de nuestras conciencias.

Si la binding tendency se altera intencionalmente en estos espacios de culto con el fin de producir unos efectos de conciencia determinados (una experiencia de lo divino), del mismo modo se diseña en espacios paganos como son los auditorios y salas de conciertos. Tal vez el placer que experimentamos al escuchar música en estos lugares se basa en una recreación de la intensidad sin cuerpo del sonido, una experiencia segura de la pérdida de coherencia sensorial contenida en un espacio aural – la sala de conciertos[8] –  donde los intérpretes tocan de acuerdo con la acústica del espacio y las audiencias son guiadas a través de una precisa, y partiturizada, disolución del espacio-tiempo. Es ahí donde la música se genera y se percibe “en vivo”, señal inequívoca de que no es fantasmagoría y el sonido pertenece al mundo de los vivos, de lo real, abriéndose paso a través de las superficies del espacio y de las cavernas de nuestras orejas y oídos. Decimos que la música está “viva” porque se pone en movimiento, articulando ondas de sonido que fluyen en varias direcciones, todas dirigidas por los movimientos físicos de los músicos. Podemos verlos mover sus manos al mismo tiempo que escuchamos el sonido. Es por eso que una actuación en “playback” nunca resulta tan satisfactoria como una actuación en vivo, y resulta hasta siniestra ya que por mucho que un intérprete esté entrenado para sincronizar sus movimientos con la música nos parece falso, como una ventriloquía – siempre tenemos una sensación de desconexión entre los cuerpos en movimiento y el sonido que aparentemente generan[9]. Un momento esquizo, suspendido, enunciado hermosamente por Deleuze y Guattari cuando escriben sobre “una  miseria  y  una  gloria  célibes sentidas en el punto más alto, como un clamor suspendido entre la vida y la muerte, una sensación de paso intensa, estados de intensidad pura y cruda despojados de su figura y de su forma.”.[10]

La práctica del Chöd, propia de ciertos linajes del budismo tibetano, se caracteriza por acudir a meditar en cementerios y pudrideros de cadáveres (charnel grounds), lugares que resultan aterradores. “Los practicantes utilizan el miedo a las situaciones y su instinto de autoconservación para sacar a relucir claramente la noción innata del yo, un yo que sentimos que debe estar protegido del daño. El propósito del rito es “cortar” esa noción. El yo parece existir desde uno mismo, de manera sustantiva independiente, pero tras un examen más profundo, se descubre que está vacío y es un ente meramente relacional”[11] Los objetivos del Chöd, animando a sus practicantes a entrar en el corazón del miedo, de una desterritorialización radical, iluminan los procesos de conciencia que nos resultan aterradores y nos da pistas de que la propia brecha que se concibe entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos o de lo sobrenatural está basada precisamente en el miedo a la disolución del yo como unidad estable y unitaria. Las prácticas rituales del Chod, apuntan a la posibilidad de habitar esa “intensidad pura y cruda” (Deleuze/Guattari ibid.), que no sería sino un espacio abierto, desterritorializado, plagado por la posibilidad de sonido sin emisor, “un clamor suspendido”, una espacio no mediatizado por el “control de tierra”[12] del yo como centro de la razón, ni tampoco por las arquitecturas aurales y espacios diseñados por instituciones religiosas como acceso a Dios o a cualquier instancia sobrenatural. La experiencia del puro devenir del yo como un ente relacional en constante redefinición.[13]


[1]  “La fiabilidad del procesamiento unisensorial está modelada computacionalmente por las probabilidades sensoriales, y la tendencia a integrarse es capturada por un previo para integrar estímulos, lo que llamamos la tendencia vinculante”. “The reliability of unisensory processing is computationally modeled by sensory likelihoods, and the tendency to integrate is captured by a prior for integrating stimuli, which we call the binding tendency.” https://shamslab.psych.ucla.edu/wp-content/uploads/sites/57/2016/04/Psychological-Science-2016-OdegaardShams.pdf

[2] https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC5407282/

[3] La armonía en un sentido musical se entiende como una estabilidad determinada de la experiencia del sonido que por la proximidad y similitud de sus formas percibimos como contínua.

[4] Aquí se puede ver parte de ese proceso: https://www.youtube.com/watch?v=BUn62IGA3EA

[5] Este video compila algunos de los sonidos ambientes utilizados en las películas de Lynch https://vimeo.com/133394262

[6] Más sobre este tema de acústica de las construcciones en “How music works”. David Byrne. McSweeney’s 2012. Editado en español por Random House Mondadori.

[7] Arquitectura aural es ese aspecto de los espacios reales y virtuales que produce una respuesta emocional, visceral y de comportamiento en sus habitantes. Barry Blesser and Linda-Ruth Salter. MIT 2006.

[8] Resulta importante señalar el desarrollo de nuevas tecnologías relacionadas con la realidad virtual y la integración del audio como elemento importante en la generación de esa virtualidad. Es notable el trabajo que realiza el equipo de Planeta NYC en este aspecto desarrollando altavoces y auriculares asociados a la tecnología 3D que por lo general suele ser puramente visual. https://planeta.cc/

[9] Lynch también explota esa sensación de pérdida de continuidad entre voz y fuente sonora en la actuación de Rebeca del Río en el Club Silencio en está escena de la película Mullholland Drive https://www.youtube.com/watch?v=uHQnb3HS4hc

[10] Deleuze/Guattari. El antiedipo. Paidós.

[11] Jeffrey W. Cupchik. Buddhism as Performing Art: Visualizing Music in the Tibetan Sacred Ritual Music Liturgies. Yale journal of music and religion. 2015

[12] “Ground control to Major Tom”. David Bowie. Space Oddity.

[13] Deleuze y Guattari desarrollaron también el concepto de “ritornelo” que explora las condiciones de territorialización y desterritorialización del sujeto. Deleuze y Guattari. Del ritornelo. Mil mesetas. P. 316. Pretextos.

A CONVERSATION ON SOUND AND MUSIC IN THE CONTEXT OF CONTEMPORARY ARTS

Jeremy Touissant-Baptiste interviewed by David García Casado

Jeremy Touissant-Baptiste, photo by Leila Jacue.

David García Casado: I understand that you are originally from New Orleans, a city I absolutely love. Is there a big art scene there?

Jeremy Toussaint Baptiste: Yeah! It’s getting bigger outside of New Orleans in the sense that in the past there was the art community and the music community inside of the city and now it’s getting I guess a bit more National attention. There are a few larger art spaces showing more contemporary work and getting away from New Orleans formalism which is really valuable but the younger generation of artists seem to be working with that stuff and complicating it instead of just replicating it.

DGC: What would be considered that formalism or traditional art of New Orleans?

JTB: It’s like Southern American art with heavy French and Spanish influence but via the Caribbean Diaspora. It feels like rooted in a special time and aesthetic that hasn’t really landed or lived outside of New Orleans or the South particularly. George Rodrigue would be a good example of Louisiana Art. His paintings of like “The Blue Dog” that I’ve seen everywhere since I grew up, and I love them but it’s a very specific thing.

DGC: Like an inner art code?

JTB: Yeah, it’s very specific and I feel that more of the art that is now made in New Orleans is more open to broader connections instead of just looking inward and celebrating that.

DGC: What are you currently working on?

JTB: I’m playing more music which is weird because I took a long time off from playing music as a thing and playing shows and I’ve been working as sound designer and composer. But last night a played a show at Union Pool and it was a blast, a really surprising, amazing thing. Next week I’m doing a show at Silent Barn as part of ENDE TIMES FEST and it’s going to be one of the last things to happen at Silent Barn before it closes which is going to be another big blow to the sound and performance scene in NY.

DGC: Probably being born in Louisiana and working with sound and music is not an accident right?

JTB: No, right… My mom raised me in a very musical household and I studied music in undergrad and played in bars and all that stuff. It’s just something I will always have with me. Then I got here and it became exciting to work with sound in the context of fine arts, installation and performance. Creation of sound as performance and not just playing a show, if that makes sense.

DGC: Yeah, and how do you work on that relationship, how do you connect the music with the visual aspect of the so called fine arts?

JTB: Specially when creating an installation work it’s very much framed trough some piece of literature or theory or something, so there’s a concept I am trying to work at or actualize in my own way. And a lot of my research is around how low bass frequencies affect structures and bodies and how bass has been used as a militaristic tool like in the Vietnam era or contemporary use when we find joy in club music, or like it’s common in theaters and homes etcetera.
So my thing is understanding the many ways in which bass can shift structure, because the structure is mostly an object until bodies engage with it. How does the shifting of that structure affects our perception of it and our relations. And I found that low bass specifically is really exciting and presents more possibilities than very high pitch frequencies. I think it’s easier to allow for something that may feel both pleasurable and antagonistic; while high pitch is solely antagonistic. That may be a matter of just preference for me but there is something about really low tones that you can barely hear but you can feel the room vibrating, you can hear the things of the room vibrating at some level.
I recently did a piece at Pratt where I installed a big subwoofer on a upper structure and I found interesting not only to create a structure that resonates with bass but to be under that structure so you’d get a sub- subterranean feel and concept when you’d walk beneath it. I tried to document it but somehow that did not work out.

DGC: Yes, that must be very experiential, hard to replicate how it feels with just images.

JTB: I will be putting it back again at Performance Space New York soon. (1)

DGC: So would you say you are influenced by the work of La Monte Young who has a similar approach to sound?

JTB: Yeah, big time. Also Terry Riley and Julius Eastman…, I don’t know, my influences are very wide but there is definitely something that happened in New York, in the North East Cost, in the 60’s through the 80’s that has been very influential to my approach in general. From La Monte Young, to Brian Eno to Arto Lindsay, Sonic Youth…

DGC: So when you play live music you are also into that kind of experimental.

JTB: Yeah, for example what I did last night, I didn’t even have an instrument. I stopped playing songs like a while ago because there’s nothing fun for me in playing the same thing over and over everytime. I want to be challenged when I make sounds. Like when I play live shows I work with this concept of no input mixing so I take a mixing board and take the output from the mixer and feed it back to the mixer so it creates this continuous loop of feedback that I can then sculpt in many ways. That’s what I did last night.
The other approach I like to take is just playing an actual bass but playing a very slow meditative bass. Not really focusing on virtuosity.

DGC: How do you connect with the audience when you are doing that, is there any kind of relationship?

JTB: I think it’s felt via the sound in the space. It’s really scary for me to think in the people out there so I kind of focus on what’s in front of me and everything else goes dark. But at the same time I am not creating these sounds solely for myself although no necessarily creating these sounds for immediate enjoyment so there’s a deeper relationship that happens even though I don’t really see who is really out there.

DGC: That also happened when you played actual songs in the past?

JTB: Yes I think when I played songs I felt that I had to show an affect when all I ever wanted to do is just do the thing and not having to, you know, crack a joke or announce the names of the songs…

DGC: I guess there you can find the distinction between a classical trained musician who just needs to play the notes in the book or score and a pop artist who also needs to act as an entertainer of sorts.

JTB: Sure. When I work with this theater maker, Jaamil Kosoko, there are anchors in the work that we do. He performs differently every night so the sound I am responding to him is different every night but there are these anchors that we land on and allow us to acknowledge that it’s time then to move to the next shift.
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Jeremy Touissant-Baptiste, photo by Leila Jacue.
DGC: Looking through your website I saw some investigation on race there. How do you connect that investigation with the sound work you do?

JTB: Yeah, I think you are referring to “Evil Nigger: A Dedication/Invocation” That was a composition & performance that was an explicit attempt to work with Julius’s legacy (2) and being understood as a bad or crazy or gay or evil nigger, like any of those things and what that may mean. The difference of understanding the meaning of a gesture to different eyes, like who can see what this gesture between these two people can really mean. And I think that I historically work with black artists and I don’t think any of us are attempting to work with race ideas, it just comes out that way. And even when I have created work that has black as a material, as color as concept.. So even then I don’t think I’m trying to work with that it just comes up for like obvious connections.
In terms of sound though it’s interesting because so much of our understanding of music and western culture is influenced by black cultural practice, so no matter what I do sound wise it feels related to a history of radical black cultural practice even if it’s wild, noisy experimentalism it feels like a type of radical thing that it’s not neutral, sterile or minimalist so while even there may not be sonic signifiers of blackness, whatever those might be, like I don’t employ a lot of rhythm right now, no overtly. On a conceptual level of vibration is more like micro rhythm so that’s more what I am interested in, those little tics and tocs that occur through sound.

DGC: But do you avoid the rhythm intentionally?

JTB: No, I just want to go deeper into it. Every rhythm has a rhythm inside and every one of those has a rhythm inside of it so it’s like pinpointing even more and more and more. Not for the sake of specificity but just to understand the multiplicities within of what we consider to be a single thing.

DGC: Yeah, so there’s a kind of expectancy in rhythm where you long to connect with the next beat but then if that’s not coming there’s a kind of anxiety produced by the many micro-rhythms happening everywhere, your heart, the cracking of the floor, the sirens, the drops of rain, it’s a realm of uncertainty that looks, or I should say, sounds interesting to explore.

DGC: So you wanted us to listen to one of your pieces?

JTB: Yes I made this piece for Bard Graduate Center For curatorial studies as part of an ongoing journal.
It was the first time I got to integrate sound with design and there going for very smooth transitional layout so I created a 28-30 minute composition that develops and undevelops and sort of allows itself to be cycled through without a break. Working with this concept of it’s not going to sound the same through different kind of speaker set ups (cell phones, laptops, hi fi systems…)
What I’m going to show in a moment is very bass heavy so that wouldn’t come totally through on regular headphones or smart phone speakers but still possesses a certain sonic quality even through the headphones or speakers.


)) JEREMY PLAYS PIECE ((


DGC: Wow!

Leila Jacue (the photographer): You can feel it in your whole body!

JTB: Cool! That’s kind of the goal. I was working with specific set up tones.

The really really low tone is associated with fear and anxiety and the other tones are associated with the retention of knowledge and information. So at a conceptual level I was thinking that we are living in a very information heavy society but also there’s obviously a fear of knowledge for a very large segment of the global population at this point. But then also, it is possible to take that fear and anxiety, that kind of longing for the “next beat” we were talking about in the rhythm and turn it into something pleasurable or enjoyable. I don’t feel anxious with it, I feel more like nurtured.

DGC: Have you worked with any dangerously low frequencies?

JTB: Yes, that’s kind of a scary thing to me, like I don’t want to hurt anyone and already the frequency of 18.98 hurts when I am working with it. It’s at the threshold where it can cause harm I think when it’s produced at a high enough volume and for a long enough time I think it’s when it becomes nauseating or cause dizziness.

DGC: Wasn’t William Burroughs investigating this notion of sound as weapon?

JTB: Yes, a lot of people. I am reading this book right now called: Sonic Warfare and goes back to the Italian futurists, the art of noise,… They were pretty militant and it wasn’t a cheeky thing to make these sound weapons, they wanted to bring them to an actual war scenario.

DGC: Yeah, like to make buildings collapse…

JTB: Or to just instill a sense of fear… That’s what that 18.98 frequency produces… Apparently during the Vietnam War the US government would place large bassy speakers on helicopters and fly though the jungle and use these low frequencies to instill a sense of dread that you couldn’t necessarily hear but like it’s a sensed thing so using that in a dark militaristic way would be an example of sound as a weapon.
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Jeremy Touissant-Baptiste, photo by Leila Jacue.
DGC: How do you feel about the technologies that help you produce the sound?

JTB: I go back and forth with technology. Obviously I am using digital things but I also have a lot of analog material, a closet full of analog synthesizers that I still use.
I think digital technology helps me be more flexible in terms on travel and not depend on having a lot of instruments and equipment to carry around. But coming from a background of practice music and learning how to play instruments I just value my hands to create sound so it’s important for me to work with this and play with synthesizers and real physical things but for instance I could not travel to Europe with all that, at least not cheaply.

DGC: We can finish perhaps right where we started and I wanted to ask you how do you feel about the music scene of New Orleans being so jazz, blues & soul oriented and coming with this experimental music back home.

There is a big experimental community in NEW ORLEANS although it’s still very niche. But I find a lot of people experimenting in Louisiana in other ways , like food or what it takes to “live a life”. Louisiana is a very poor state so there’s a lot of experimentalism and improvisation which happens by virtue of living there and I think that that’s when I feel the connection to where I am from in terms of experimentalism and the growth that comes from that.

DGC: But you still dig the more traditional stuff?

JTB: Yeah, of course! Always. It feels like a meal that you have had as a kid that no one else can make and you have to go home to get it. There may be a ton of food that you love that can come from that one thing but there’s a big value for me in going back. Experimenting from a place instead of jumping around and about from no location.

I love that music is tied to so many other aspects of life there: celebration, death, eating, waking up in the morning… and that feels special. And of course in New York we have a similar connection to sound, it’s never really silent here. But I feel that it’s just a different thing. It’s very conscious there whereas here is just by circumstance around us which can be really beautiful but there’s something back there about it being conscious which is special.

DGC: More human perhaps?

JTB: Yeah…


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1- Formerly known as Performance Space 122 or P.S. 122.
2- Julius Eastman has a musical piece called “Evil nigger”. (1979).
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Ryuichi Sakamoto: CODA

En las escenas iniciales de la película Ryuichi Sakamoto CODA podemos ver al músico y compositor sentado en un piano rescatado del tsunami de 2011 en Japón. De alguna manera las notas de ese maltrecho piano suenan como un quejido o quizá más bien un aullido primario, un “primal scream”. El eco de un sonido preconceptual, la música salvaje del universo.

Ya en su estudio de Nueva York, sentado a un flamante piano Steinway & Sons, el músico habla del increíble esfuerzo y coste para producir industrialmente uno de esos instrumentos, de cómo la madera ha de ser sometida a tremendas presiones, ser forzada a curvarse en una cierta forma, los metales tensados a una cierta presión. Todo ello para cumplir con los cánones armónicos de nuestra cultura. Y sin embargo, a pesar de la sofisticación tecnológica de tal proceso, el piano se desafina al cabo de un tiempo manifestando una tendencia de retorno de los materiales a su forma natural, a su propia armonía fuera y ajena a los cánones humanos; un regreso al  lugar preconceptual del sonido.

En otra escena vemos a Mr. Sakamoto hablando sobre su lucha contra el cáncer y podemos ver similitudes con la ética de cuidado del instrumento que es característica en un músico: “Sería una pena no extender mi vida si puedo hacerlo”, dice. En el hiato que le ha impuesto el cáncer vigila su forma física y su dieta minuciosamente, manteniéndose alejado del trabajo, de todo aquello que puede forzar a su cuerpo e inducir una recaída.

Pero finalmente se ve tentado por una energía que para él posee más valor que el propio instrumento, éste no es sino un artefacto, un cuerpo de resonancia emocional. Del mismo modo en que la madera del piano está en permanente tensión hacia el caos desatado y primigenio del sonido en estado puro, Sakamoto termina sucumbiendo a la su propia naturaleza como músico para rendirse al sonido, para convertirse en su conductor – no en vano, director de orquesta en inglés se dice “conductor” –  que entiende al mundo entero como una fuente inagotable de música y a la frágil y efímera estabilidad de las notas de un piano (la misma que la de las imágenes que producimos o de las palabras que escribimos) como la alegoría perfecta de nuestro propio ser en el mundo.

Crooners, máquinas de nostalgia.

Christopher Walken. When I live my life over again. Tribeca FF 2015. LEILA JACUE

Christopher Walken. When I live my life over again. Tribeca FF 2015. Photo by LEILA JACUE

Si hay una forma de arte que esté más vinculada con la idea de nostalgia esa es la música. La melodía es una conexión sensible con el pasado, una vibración invisible que, combinada con ciertos aromas y ciertos recuerdos, puede generar una atmósfera paralela, irreal, una invocación de ciertas sensibilidades, de emociones que se albergan en la memoria sensible de nuestro cuerpo. El ritmo es la analogía perfecta del latido de nuestro corazón, que se acelera o se ralentiza en función de las emociones. Por último, la voz es una llamada de retorno, es la expresión del subconsciente, de todo aquello que quisimos decir pero no fuimos capaces de articular porque estábamos arrebatados por el instante. Poseemos esta facultad posiblemente desde la invención del micrófono y los aparatos de registro; dispositivos portátiles de las emociones, máquinas del tiempo, máquinas de nostalgia.

La película El Cantor de jazz abrió esa facultad a la imagen, la posibilidad de dar un rostro a aquel que nos hace volver atrás en el tiempo. Al Jolson cantando con la nostalgia de lo irrecuperable, de la infancia perdida, de los años que, estando entregados al instante, ajenos e indiferentes al porvenir, solo se viven a posteriori en la memoria. Esta facultad para la rememoración, para la huida de las realidades intolerables pero también para recuperar las emociones que no supimos definir – para inventarlas quizá – generó inevitablemente toda una industria que se hizo patente en la proliferación que tuvo lugar, especialmente en los años 50 y 60 de profesionales de la nostalgia: los cantantes denominados crooners, un término que surgió en los Estados Unidos para denominar a aquellos cantantes que desplegaban unos registros más íntimos, hablándole al oído de la audiencia, gracias a la posibilidad de amplificación de la, por entonces reciente, tecnología de los micrófonos.

Un crooner no es, como tradicionalmente se consideraba, un cantante profesional con excelentes aptitudes para desplegar un amplio rango vocal. El crooner no necesita tener unas excepcionales dotes de voz; basta con que sea capaz de hacer suyas las canciones, de respirarlas con estilo y dotarlas de un cuerpo y textura determinada. El secreto está en los modos de alargar las palabras, de hacerlas vibrar dulcemente y sostenerlas, para quizá terminar quebrándolas violentamente. Es un arte de seducción con un alto componente erótico que Paul Lombard (interpretado por Christopher Walken en When I live my life over again) sabe jugar y que le resulta adictivo. El propio Elvis sabía el poder que tenía su voz para provocar reacciones desatadas en la audiencia, especialmente la audiencia femenina. En realidad el poder de seducción no está en la palabra en sí, quizá tampoco en su significado, sino en el modo en que se enuncia, en el estilo de enunciación de, por ejemplo, Love me tender (Como Sailor le cantaba a Lula esta canción en “Corazón Salvaje” de David Lynch).

El cantante por otro lado, no es necesariamente un escritor de canciones, de la misma manera que un compositor no necesariamente es un buen cantante. “¿Acaso se le echo en cara a Marlon Brando que no escribiera las líneas de sus diálogos?” (Dice Paul Lombard en la película), ¿por qué entonces el cantante ha de ser menos por interpretar las canciones de otro? El cantante solo ha de vivir las canciones, a su manera – my way cantaría Sinatra. Por eso tal vez también a Sinatra se le llamaría “la voz”,  un apodo habitual en el show business.

“Nací así, no tuve elección, nací con el regalo de una voz de oro”, canta Leonard Cohen en The Tower of Song, la torre de la canción, esa especie de prisión que es el Hall of Fame,  donde se reúnen las voces muertas (Nick Tosches, “Where dead voices gather”), donde la tos de Hank Williams noche tras noche resuena en los pasillos de la fama eterna. Sí, la voz del cantante es un regalo pero puede devenir también en maldición. Show must go on, dice el famoso eslogan; cuando la voz se convierte en mercancía, el intérprete se ve obligado a entregar su cuerpo y su vida entera para hacerla sonar, para que siga el show. Es la personificación del ego, retratado en el tiempo a través a las grabaciones y los álbumes editados, de las etapas de todo artista de larga carrera que en realidad son formas de adaptarse a los gustos y demandas de los tiempos. Paul Lombard pasado de moda – como propia la figura del crooner-, se refugia en los Hamptons, al Este de Nueva York, cuyo clima es tal vez la alegoría perfecta de la vida de un cantante: diez meses de frío, vegetación marchita y piscinas sucias y apenas dos meses de sol radiante, playa y romance. Tal vez toda forma de nostalgia sea la apelación a ese verano maravilloso de nuestros sueños al que queremos regresar, a través de una voz y una forma de vibrar peculiar que nos devuelve al sueño, al menos durante los tres o cuatro minutos que dura una canción.

Lo que aparece, lo que desaparece y lo de toda la vida.

Un pensamiento que nos inquieta. En el momento que pretendemos introducir un elemento cultural dentro de una esfera social determinada nos preguntamos: ¿Perdurará? O, más bien, ¿perduraremos? Y, también, ¿podrá lo que introducimos tener una repercusión que perdure en el tiempo, que marque un tiempo compartido por un grupo de personas de una misma generación?

No es, ni mucho menos, nuestra voluntad ni nuestra pretensión introducir un producto que alcance tal grado de resistencia al olvido, pero si plantearnos qué es o qué ha sido necesario para que ciertos fenómenos cuajen como referentes culturales y a que interés sirve su mantenimiento para producir “efectos generacionales”.

I’m not trying to cause a b-big s-s-sensation (Talkin’ ’bout my generation)

I’m just talkin’ ’bout my g-g-generation

“Espero morir antes de llegar a viejo” rezaba el My generation de The Who. Nos preguntamos si no sea esa voluntad de evanescencia, la asunción radical de la desaparición y del olvido la que paradójicamente posibilite su perduración como elemento heroico de la cultura. Si bien, nuestra esfera mediática actual se encuentra a años luz de la de los años 60. Hoy por hoy se ha aprendido a sacar provecho de lo radical  como emoción efímera, como actitud prestada y las únicas actitudes auténticamente radicales, que arriesgan los valores que la cultura a favor de decisiones éticas inapelables, parecen carecer de un formato estético digerible por nuestros estándars visuales y su estética ha de ser suavizada con elementos “cool” –absolutamente figurativos- para poder ser tratadas, utilizadas o afirmadas como elementos culturales.

Nos inquieta entonces la idea de un sujeto que sea “nadie”, la de nuestra posible condición de “nadie de la cultura” o “nadie de lo social”. Su mera denominación ya hace imposible su existencia, su calificación nos otorgaría de por sí ya una presencia, un compromiso con lo público (esta idea de compromiso es la que más nos inquieta, ¡cuantos compromisos rotos por ambas partes!) He aquí un canto a todos los nadies de la cultura, a todos los que no necesitan de aceptaciones simbólicas, ni testimonios públicos, ni fe o maquillaje socio cultural de ningún tipo, sino tal vez el reconocimiento mudo de la transitoriedad de lo real. No hay redención, no hay gnosis, los gestos son explicaciones en sí mismas y las palabras carcasas de tiempo. Somos la enfermedad y la cura; el interior y el exterior de la cultura.

Publicado en SINO. Gijón, 2005.

Agujas y surcos de arena

Publicado en SalonKritik

Es algo en lo que he pensado mucho últimamente. Tengo la sensación de que vivimos en un gran disco que rota y rota sobre un mismo surco. Una canción está sonando pero se trata del mismo acorde repitiéndose una y otra vez. “Los tiempos están cambiando”, es la estrofa que nos tiene fascinados, como si lo que viviéramos en la actualidad fuese la cosa más maravillosa, y como testigos privilegiados contemplásemos el desvelarse continuo de las posibilidades que nos depara el futuro. Esta sensación es como la de ver el trailer de una película o una obra de teatro a la que jamás podremos asistir, que tan sólo quizá dentro de algunos siglos alguien podrá ver y establecer la coherencia y el guión de una época que ahora nos parece determinada por el puro azar – amañado quizá- pero no por eso menos inesperado.

“I didn’t mean “The Times They Are a-Changin'” as a statement… It’s a feeling.”

Lo decía Bob Dylan, su canción ‘The Times They Are a-Changin’ no es un statement, una declaración de intenciones, se trata de un sentimiento. Sentir que los tiempos cambian no es lo mismo que decirlo, se trata de estar no en el surco del vinilo sino en la aguja que hace sonar los tiempos. Estar en lo que se adapta a los microsaltos a las derivas a los altibajos del rotar inapelable de los acontecimientos.

Algunos consideramos que las obras de arte más interesantes no son declaraciones de intenciones sino también agujas que amplifican lo que suena y le dan así corpus, una presencia que de otra manera permanecería inadvertida, invisible para una multitud espectadora, que busca desesperadamente el sentido. Una multitud que entiende también el lenguaje como una declaración de intenciones, una proyección de deseos, una idea de futuro que ilumine el presente. La gran adicción de la modernidad.

Paul McCarthy sitúa una “aguja” sobre otro gran disco, la Place Vendôme de París. La música que produce su mera presencia resulta insoportable para muchos. Más allá de la analogía sexual de la pieza, es tal vez el formato (inflable, vulgar, temporal) el que no encaja en una fantasía de cultura como patrimonio, en esa gran película que nunca llegaremos a ver. Algo parecido al coleccionista que nunca llega a poder disfrutar de todas sus adquisiciones. Hablamos de la posesión de una apariencia de identidad y cualquier cuestionamiento de esa identidad resulta intolerable.

Sí, los surcos a veces son profundos pero jamás serán permanentes. Los senderos se borran cuando dejamos de recorrerlos y sobre las carreteras crece de nuevo la vegetación haciendo desaparecer todo trazo. Está sucediendo en Detroit donde la vegetación vuelve a crecer sobre espacios abandonados y que en otro tiempo se pensaban como ejemplos del potencial humano para construir y ser protagonistas de la historia. Y mucho antes… Hoy en día solo la topografía nos permite descubrir trazados de antiguas calzadas romanas, los surcos, las vías del despliegue de lo que fue un imperio.

Si el arte y el pensamiento han aprendido esta lección no pueden entonces contribuir a construir surco sino más bien a crear situaciones temporales de silencio, condiciones de recepción que nos permitan sentir las vibraciones de la música de los tiempos. Al igual que en el ojo del huracán habita la calma, es también en la aguja, en los instantes de inscripción (a menudo tenues y delicados como un trazo de Cy Twombly) donde se encuentra la posibilidad del silencio y la realización del acontecimiento futuro como lo que es: una materia sensible que deja huellas temporales y sujetas a reorganización, como la arena de un jardín Zen que una vez más volvemos a peinar.

Tan lejos, tan cerca: La palabra

Me gusta ocultar mis sentimientos a los ojos de mis congéneres, sin que, no obstante, me esfuerce aprensivamente en hacerlo, lo que consideraría un gran defecto y una gran tontería.

Robert Walser. El paseo.

Mi convicción es la de que el artista, siendo el enemigo de la sociedad, por su propio bien debe de permanecer tan invisible como sea posible y ciertamente indistinguible del resto de la multitud.

Paul Bowles. Without Stopping.

Qué poco dicen a veces los hombres, que apenas dejan entrever restos de experiencias en sus cuerpos o en sus ropas. En especial los escritores, casi siempre camuflados, vestidos de un modo neutro, “indistinguibles del resto de la multitud”, y a los que solo un tipo de presencia singular nos hace reconocer que están ahí, en un cierto abismo existencial, colgados de la experiencia de los hombres.

Pero también hay individuos capaces de decir tanto en su forma de mirar, de vestir, de moverse… No necesitan escribir una palabra pero están haciendo literatura viva, quizá pidiendo a gritos entrar en el imaginario colectivo, que alguien los inmortalice en alguna historia, que los retrate de un modo más o menos perfecto. En cualquier caso ellos son los verdaderos autores de su ficción, del modo en que hacen la experiencia algo visible, y leíble (aunque no necesariamente legible).

Algunos condensan en el mercurio de su mirada una experiencia acumulada que permanece hermética. Historias que tal vez nadie contará a menos que lo hagan ellos mismos. Cuántos diarios habrá escritos conteniendo las experiencias más increíbles que cualquier hombre pueda vivir. Y aun así, aunque alguien los encontrara y sacara a la luz, ¿los convertiría eso en literatura?

“Si hay un sueño que jamás me ha abandonado, haya escrito lo que haya escrito, es el de escribir algo que tenga la forma de diario…es el disgusto de mi vida, porque lo que me hubiese gustado escribir es eso: un diario total”[1]. Para Jacques Derrida la literatura es un acto de democracia radical pero también de una irresponsabilidad de la palabra. En el momento en que algo se lanza al mercado literario la huella de la palabra se escapa y se pervierte la relación entre el que escribe y un otro. Un experto de la perversión, Michel Houellebecq, lo sabe bien y huye de la huella personal, de lo diario cotidiano. Según él, se puede escribir a partir de las experiencias de otros, incluso mediante un corta y pega de Wikipedia. Es en el arte de la conexión de palabras y de los relatos donde se realiza el acto literario no en la palabra en sí, ni en su huella. La huella, como el inconsciente, no dice nada, es el simple resultado del peso específico de nuestra experiencia.

Me pregunto si es necesario escribir físicamente para hacer literatura. William Burroughs intentó zafarse de la palabra, de ese virus que infecta conciencias con resonancias que nos condenan a repetir los mismos hábitos y a caminar los mismos senderos; construcciones que nos dicen es por aquí, o ese no es el camino. Junto con Bryon Gysin inventaron el cut up que es también el cut the crap: no necesitamos las estrellas para orientarnos porque no vamos a ningún sitio en concreto, nos movemos en renglones yuxtapuestos: danos una navaja y escribiremos nuestra historia. El cut up es solo una técnica de conexión pero según ellos es la ventana en la que se cuelan los acontecimientos por venir, las historias futuras. “When you cut into the present the future leaks out.”[2]

Si es posible hablar sin decir nada, también es posible decir con silencio, sin decir ni mu [3]. La palabra es lo que únicamente lo que hay antes y después del silencio. En realidad es el silencio lo que da sentido a la palabra ya que si no hubiera silencios no serían posibles las definiciones y sin una definición una palabra sería inestable, un radical libre; podría significar lo que uno quisiera, como un vocablo del Jabberwocky. Es eso lo que Burroughs y Gysin buscaban, crear una organización de silencios que desmontaran las definiciones.

La palabra es indisociable del sonido de su pronunciación. Reconocemos la palabra porque la hemos escuchado, ¿cómo si no habríamos de usarla? La voz es lo que hace que la palabra resuene en nosotros para que podamos recordarla. La palabra escrita carece de efecto sin el recuerdo, el eco de la pronunciación de los fonemas que la componen en nuestra memoria [4]. El autor se hace presente en el espacio intermedio, en las formas de silencio. Es precisamente en el silencio donde esa voz entra en escena, inadvertidamente, como cuando escuchamos el murmullo de Glenn Gould colarse en los silencios entre las notas de su piano. Lo que nos permite comprender el efecto y sentido último del texto –como si de una partitura se tratase- es el balbuceo mudo que le ponemos al leerlo, se trata de la música de la experiencia resonando en nuestros nervios. Por eso necesitamos el silencio para leer -es una forma de meditación y cuando algún otro sonido interfiere o alguien nos habla dejamos de escuchar esta voz, se trata de una interrupción atroz.

DGC- The last words

DGC- The last words

La palabra hablada pronunciada “correctamente” es esencialmente insignificante, tiene sólo un carácter instrumental; es una llave de paso, la apertura y el cierre de un intercambio. Sabemos que después de un gracias habrá un de nada, después de un hola vendrá un adiós y después de un buenas noches habrá un buenos días. Y si no es así es porque existe una fractura terrible por la que se pierde algo, tal vez todo. Es el lugar que habitan los ángeles de Wenders, tan cerca pero tan lejos del mundo [5]. Perdidos en el limbo, habitando en el mismo insoportable silencio posterior a las últimas palabras del piloto del Vuelo 370 de Malasyan Airlines: “All right, good night”… Nunca un mensaje tan aparentemente tranquilizador sonó tan terrorífico. Necesitamos escuchar la palabra, el Good morning, que abra la posibilidad de un nuevo día, para saber que existimos, que podemos oir -como a los pájaros al amanecer- la música de la experiencia. Que seguimos en el mundo de los que sienten y recuerdan las experiencias y necesitan expresarlas con palabras, como éstas.

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Notas

[1] Jacques Derrida. Palabra. Entrevista con Catherine Paolett.
[2] “Cuando cortas en el presente, el futuro se derrama”. William Burroughs. Break through the grey room).
[3] Mu proviene de muttum, vocablo que designa el sonido que hace alguien con la boca cerrada y de donde proviene tambien mot, palabra en francés.
[4] Las palabras son en realidad entidades mudas y si dicen lo hacen porque nosotros las hacemos (re)sonar en nuestra mente, como probablemente lo hagamos ahora mismo con estas palabras, que suenan gracias al lector con una voz que tampoco es la mía, porque incluso yo al escribirlas carezco de una.

[5] Wim Wenders. Tan lejos tan cerca.

“Ustedes…
Ustedes a quienes nosotros amamos…
Ustedes no pueden vernos…
No pueden oírnos…
Nos imaginan tan lejos
y estamos tan cerca…
Somos mensajeros….
para acercar a quienes estás lejos.
Somos mensajeros…
llevamos luz a la oscuridad”.

Maldiciones del artista moderno

En los acordes mudos, los silencios de ese soniquete repetitivo de origen africano de la canción de Robert Petway, “Catfish blues”, se cuelan la resonancias ancestrales de una maldición.

What if I were a catfish? Swimmin’ deep down in, deep blue sea Have these gals Settin’ out hooks for me

Y si yo fuera un siluro? Nadando en un mar azul y profundo Y tuviera a todas estas mujeres tratando de echarme el gancho

La maldición del músico que canta su canción con la mirada enfocada al infinito. Solo allí encuentra paz, en el desenfoque perpetuo, una ceguera auto provocada para escapar del conjuro de todas las amantes que no han podido olvidarlo y sus pensamientos que lo acechan día y noche a través de imágenes, signos y sueños.

Un texto sobre maldiciones. Sí, lo reconozco, la idea me la dio True detective, la historia televisiva de un detective maldito, vaciado de cualquier esperanza de redención lo que lo hace capaz de llegar hasta el fin, no tiene nada que perder. Su compañero policía lo menciona en un momento determinado: “La maldición del detective es tener la evidencia en frente de sus propias narices y pasarla por alto”.

Pero no es algo nuevo, es algo que ya le paso a Dupin en “La carta robada” de Poe o a Mickey Rourke en El corazón del Ángel. Para las mentes más perspicaces lo simple siempre constituye el mayor reto. “Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto” dice el sagaz Dupin. Que un crimen sea algo demasiado simple es casi inconcebible, como hecho sin intención y por tanto aparentemente libre de sospecha. Por eso el mayor ladrón es el que esconde toda intención, aquel del que nunca sospecharías que te está arrebatando todo: tu dinero, tu futuro, tu nombre, tu identidad. Como bajo el síntoma de una amnesia traumática provocada por el exceso de drogas o simplemente el exceso de uno mismo, como le pasó a Angel y también a Fred Madison en Lost Highway, al final el ladrón eres tú mismo, viviendo, persistiendo, robando con la respiración, ganando algo de tiempo, repitiendo los mismos errores en el mismo momento, en un bucle incesante.

Pero sigamos con las maldiciones. Con motivo de ARCO Dan Graham dice que sus imitadores han tenido más éxito que él. El bueno de Dan escribe la historia que otros cuentan con palabras más espectaculares, con el lenguaje de los tiempos, lleno de artificio, apariencia de riqueza y cada vez más alejado de la simple existencia. La brillante viñeta de El Roto lo representa con claridad: En aquellos tiempos, que son los nuestros, “Los cocineros hacían arte, los artistas hacían de friegaplatos”. Son tiempos de artistas corporativos y obras hechas con materiales tan o más caros que la propia obra, una paradoja sin duda, o la excusa perfecta para vender lo que nadie querría comprar.

No se libran los escritores de estos terribles sinos. La maldición del escritor es que su propia historia la escriba otro escritor mejor que él como le paso a Lenz. Me hace pensar en cuál es la razón por la que estamos tan convencidos de que la literatura es mejor que la vida, o por qué una vida necesita de literatura para transcender. La literatura moderna, dicho de un modo muy banal, es un Facebook primitivo. Es el empuje de una presencia que quiere trascender a nivel social, de una memoria que quiere crecer hacia el otro, hacia los otros, los testigos de la ficción. Buscamos desesperadamente la historia para dar sentido a lo ilegible, el mundo ilustrado nos seduce con una idea de pertenencia, pero no todos la quieren o la necesitan. Pienso en Kaspar Hauser y su maldición personal, la palabra.

Ante esta lectura, el trabajo del artista moderno no es sino un largo camino que nos conduce a nosotros mismos; un camino peligroso, abismal, un proceso alegórico que necesitamos recorrer. Necesitamos recorrer el lenguaje para comprender la elocuencia del silencio. Aquí sobre todo las palabras de Hölderlin, “donde crece el peligro crece también lo que nos salva”, encuentran todo su sentido. El arte verdadero, la carta robada enfrente de nuestras narices es el peligro pero también la salvación. Nos empecinamos en buscar siempre en el mas allá, pero es en la proximidad donde está el origen de la ficción y del arte, en el punto ciego. Es ciego porque no se puede contemplar a si mismo, es uno mismo en su proceder y es peligroso porque está escrito desde el abismo del lenguaje, el origen de todas las maldiciones.

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Apéncides:

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El amor, solitario ardor.

En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

San Juan de La Cruz. La noche oscura del alma.

Suena It´s too soon to know, un piano blues de Allen Toussaint, músico intersticial con una capacidad asombrosa para orquestar y combinar todos los pasados vividos o no. Cada uno tenemos diferentes recuerdos pero los sentimos de una manera similar como música en los nervios. Por eso ahora vivimos la canción cuando Irma Thomas la canta, por eso sufrimos por ella pero también por nosotros porque conocemos la melodía y sabemos lo que se siente al dudar de que alguien nos comprenda realmente. Justo antes del alba, cuando nos preguntamos si no estamos en realidad solos y el amor es solo una actuación, un papel que se interpreta, una carrera que pierde aquél que se queda atrás.

Son los que pierden los que viven las canciones, the beautiful losers los llamaba Leonard Cohen. Escuchamos canciones para curarnos del pasado, para exteriorizarlo y sacarlo de nuestra piel, convertirlas en nuestro ser amado, pero sabemos que es solo en vano. A lo sumo crearemos un fantasma, un vapor reconfortante que nos proteja de la intolerable realidad de la soledad del alma.

Amamos porque necesitamos un testigo, el testigo perfecto, aquel en el que nos reflejamos y nos da certidumbre de nuestro existir. Amamos a menudo a quienes no necesitan testigos, a aquellos seres completos que han asumido la soledad esencial, o tal vez han comprendido que no hay mejor compañía que la de uno mismo. Son ellos los que nos romperán el corazón, los más veloces, los que se deslizan en el tiempo y no lo retienen. Nosotros, los melancólicos, sufriremos porque en realidad gozamos de esta debilidad que produce imágenes melancólicas y las proyecta sobre todos los futuros posibles.

Amaremos en la noche dichosa, con el corazón ardiendo un corazón salvaje que está dispuesto a consumirse por el ser amado. Enfermedad y fiebre del espíritu que nos hace trascender. Combustión total, un alivio final de nosotros mismos que nos da finalidad y propósito.

 

Música, interpretación y territorio.

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El libro de David Byrne How Music Works [1], publicado el año pasado, sigue siendo un bestseller en las librerías mas conocidas de Nueva York. Reeditado y revisado es un manual de referencia imprescindible para comprender el pasado y presente de la música culta y popular. En el libro explica cómo música y tecnología han ido de la mano definiendo espacios acústicos y protocolos que se han reproducido temporal y espacialmente. Hay un componente esencial de imitación entre instrumentos, estilos y épocas que es lo que favorece la evolución de las formas musicales. En cierto sentido se podría decir que la música es una máquina del tiempo: refiere siempre a otros tiempos y espacios en los que fue grabada o a los instrumentos con los que fue interpretada.

Según Byrne si un intérprete, en una actuación en directo, intenta adecuar su sonido al espacio queriendo agradar a las personas que le escuchan en ese instante, el resultado será una burda rendición a la audiencia. Por otro lado si se aísla del público entrando en trance y concentrándose en la interpretación, por mucho que se esfuerce, no conseguirá sino una versión imperfecta y limitada de lo que podría alcanzar en un estudio o un lugar privado con más tiempo y la tecnología adecuada. ¿Cuál es entonces el punto intermedio donde intérprete, canción y audiencia se encuentran para producir los grandes conciertos de nuestras vidas, experiencias memorables que permanecen grabadas en nosotros con la misma o mayor intensidad que otros eventos personales inolvidables?

En un texto que debería de un ser referente para todo aspirante a crítico musical, “El espíritu de la música” [2], José Luis Brea pregunta acerca de la gran tarea del intérprete: “¿Cómo extirparse a uno mismo, todas las adherencias con que el propio ruido -el que el existir hace- ensucia la ejecución?”

Un intérprete por excelencia, Bob Dylan, en la entrevista que realizó para la revista Rolling Stone el año pasado [3], dice que la interpretación musical no tiene nada que ver con la experiencia personal del cantante o músico: “un intérprete, si hace lo que se supone que debe de hacer, no siente ninguna emoción en absoluto. Es una especie de alquimia que tiene”. Dylan, aburrido de todos esos fans y críticos musicales que se afanan por atisbar notas personales en sus letras y canciones o su manera de tocar en directo, aclara que para él hacer música no tiene nada que ver con el cantante ni con sus emociones personales; lo que un artista tiene que conseguir es hacer que la gente sienta sus propias emociones.

Es cierto, cuando asistimos a un concierto queremos escuchar canciones que, tal como las conocemos, fueron grabadas, en espacios y tiempos otros, con otros instrumentos, tal vez tocadas por otros músicos y, sin embargo, queremos que nos traigan unas emociones únicas que sean nuestras y que constituyan nuestro presente. Escuchar música es traer un tiempo otro al presente, actualizarlo, hacerlo nuestro, hacer de la canción la única voz capaz de articular nuestras emociones. La escucha de una canción, nuestra canción, es un gesto brutal de realización del mundo, de un presente sobre el que nuestro espíritu explota como destino, que “te hace sentir que no cabes en tí, que deberías habitar más lugar”, escribe José Luis Brea, “Toda la infinitud de músicas que puebla la memoria, todas las horas de todos los días, de todas las vidas en cada vida, toda la saturación de los minutos, acompañados por la música, siempre la música sonando, los años sucesivos. No el sedimento del gusto -qué importa el gusto- sino el acumularse de las arquitecturas del pensamiento, la tensión de la biografía.”[4]

Tal vez no hay diferencia esencial alguna entre la emoción que siente un joven escuchando a la Velvet Underground y otro tweerkeando con un tema de Miley Cyrus. Pero entre ellas sí hay una diferente arquitectura del pensamiento, que escribía Brea, y tal vez también una diferente apelación a lo que Deleuze llamaba el ritornello. “El ritornello para mi está absolutamente ligado al problema del territorio y a los procesos de entrada o salida de un territorio que llevan al problema de la desterritorialización.” [5]

En el consumo o uso de los artefactos culturales existe en una apropiación o desapropiación del territorio. Es por esto que, y aunque el ejemplo sea una generalización, el adolescente que escucha a Miley busca hacerse un hueco en un territorio cultural dominante y sin embargo el que escucha Sister Ray de The Velvet Underground –y su cuidada elaboración del ruido- quiere por el contrario neutralizar el territorio, quiere borrarlo, demostrar que no pertenece a nadie. Podríamos decir de este modo que la máxima No Future del Punk era menos un canto suicida que una voluntad de abandonar el territorio de las formas culturales hegemónicas, es decir, usando el término de Deleuze-Guattari: de efectuar una desterritorialización. Maurizio Lazzarato explica bien este efecto práctico del ritornello en su texto La máquina: “Hay en el ritornello, en la relación consigo, en la producción de subjetividad, la posibilidad de ejecutar el acontecimiento; existe la posibilidad de sustraerse a la producción serializada y estandarizada de la subjetividad. Pero esta posibilidad ha de ser construida. Los posibles han de ser creados [7]. Es éste el sentido del ‘paradigma estético’ de Guattari: construir los dispositivos políticos, económicos y estéticos en los que tal mutación existencial pueda ser experimentada. Una política de la experimentación y no de la representación.”

Si bien existe un elemento pasivo, de consumidor, en las diversas formas de entrada y salida de un territorio, en el momento en que nos convertimos en creadores estamos expresando la voluntad de experimentar con los territorios. “El acto creativo es, en primer lugar, un agenciamiento de territorios vitales” [8] y ese agenciamiento es una creación de plataformas, de aglomeraciones, de ritornellos o estribillos [9] que construyen planos de comunicación volátil, rendida al tiempo. Quizá esté ahí el verdadero potencial transformador de las formas musicales, en el ofrecer herramientas a la experiencia para que nos permita realizar un vaciado consciente de una realidad inaceptable y rendirnos a la eventualidad radical del instante que, como aguja sobre vinilo, hace sonar nuestra experiencia.
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Notas

[1] https://store.mcsweeneys.net/products/how-music-works
[2] José Luis Brea, “El espíritu de la música”, http://www.accpar.org/numero2/musica.htm
[3] http://www.rollingstone.com/music/news/bob-dylan-unleashed-a-wild-ride-on-his-new-lp-and-striking-back-at-critics-20120927?page=6
[4] José Luis Brea, op cit.
[5] (Gilles Deleuze, Abecedaire).http://www.youtube.com/watch?v=8pQDtmswmJo
[6] http://eipcp.net/transversal/1106/lazzarato/es
[7] Cursivas mías.
[8] Gilles Deleuze. Qué es el acto de creación. http://www.youtube.com/watch?v=dXOzcexu7Ks
[9] En términos musicales generales, un ritornello es la repetición de una sección o fragmento de una obra. En inglés se usa el término refrain, que significa estribillo.