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Agujas y surcos de arena

Publicado en SalonKritik

Es algo en lo que he pensado mucho últimamente. Tengo la sensación de que vivimos en un gran disco que rota y rota sobre un mismo surco. Una canción está sonando pero se trata del mismo acorde repitiéndose una y otra vez. “Los tiempos están cambiando”, es la estrofa que nos tiene fascinados, como si lo que viviéramos en la actualidad fuese la cosa más maravillosa, y como testigos privilegiados contemplásemos el desvelarse continuo de las posibilidades que nos depara el futuro. Esta sensación es como la de ver el trailer de una película o una obra de teatro a la que jamás podremos asistir, que tan sólo quizá dentro de algunos siglos alguien podrá ver y establecer la coherencia y el guión de una época que ahora nos parece determinada por el puro azar – amañado quizá- pero no por eso menos inesperado.

“I didn’t mean “The Times They Are a-Changin'” as a statement… It’s a feeling.”

Lo decía Bob Dylan, su canción ‘The Times They Are a-Changin’ no es un statement, una declaración de intenciones, se trata de un sentimiento. Sentir que los tiempos cambian no es lo mismo que decirlo, se trata de estar no en el surco del vinilo sino en la aguja que hace sonar los tiempos. Estar en lo que se adapta a los microsaltos a las derivas a los altibajos del rotar inapelable de los acontecimientos.

Algunos consideramos que las obras de arte más interesantes no son declaraciones de intenciones sino también agujas que amplifican lo que suena y le dan así corpus, una presencia que de otra manera permanecería inadvertida, invisible para una multitud espectadora, que busca desesperadamente el sentido. Una multitud que entiende también el lenguaje como una declaración de intenciones, una proyección de deseos, una idea de futuro que ilumine el presente. La gran adicción de la modernidad.

Paul McCarthy sitúa una “aguja” sobre otro gran disco, la Place Vendôme de París. La música que produce su mera presencia resulta insoportable para muchos. Más allá de la analogía sexual de la pieza, es tal vez el formato (inflable, vulgar, temporal) el que no encaja en una fantasía de cultura como patrimonio, en esa gran película que nunca llegaremos a ver. Algo parecido al coleccionista que nunca llega a poder disfrutar de todas sus adquisiciones. Hablamos de la posesión de una apariencia de identidad y cualquier cuestionamiento de esa identidad resulta intolerable.

Sí, los surcos a veces son profundos pero jamás serán permanentes. Los senderos se borran cuando dejamos de recorrerlos y sobre las carreteras crece de nuevo la vegetación haciendo desaparecer todo trazo. Está sucediendo en Detroit donde la vegetación vuelve a crecer sobre espacios abandonados y que en otro tiempo se pensaban como ejemplos del potencial humano para construir y ser protagonistas de la historia. Y mucho antes… Hoy en día solo la topografía nos permite descubrir trazados de antiguas calzadas romanas, los surcos, las vías del despliegue de lo que fue un imperio.

Si el arte y el pensamiento han aprendido esta lección no pueden entonces contribuir a construir surco sino más bien a crear situaciones temporales de silencio, condiciones de recepción que nos permitan sentir las vibraciones de la música de los tiempos. Al igual que en el ojo del huracán habita la calma, es también en la aguja, en los instantes de inscripción (a menudo tenues y delicados como un trazo de Cy Twombly) donde se encuentra la posibilidad del silencio y la realización del acontecimiento futuro como lo que es: una materia sensible que deja huellas temporales y sujetas a reorganización, como la arena de un jardín Zen que una vez más volvemos a peinar.

La revolución será surrealista o no será

Originalmente en SalonKritik

“La treta que domina este mundo de cosas (es más honesto hablar aquí de treta que de método) consiste en permutar la mirada histórica sobre lo que ya ha sido por la política.”
Walter Benjamin, El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea.

Se puede pensar que vivimos en un momento en el que los poderes fácticos desarrollan conductas y mecanismos más allá de toda lógica y que día tras día nos dejan perplejos y casi inertes, buscando desesperadamente algo de sentido a toda la sarta de incongruencias que aparecen en el espacio político, que deciden nuestro futuro inmediato y lo están reduciendo a un no lugar en el que parece imposible proyectar nada. De alguna manera advertimos que estamos dominados por una treta bajo la que el poder produce, casi a la manera de De Chirico, un espacio metafísico despojados de elementos de realidad. Una escenografía que legitima la producción de todo un esperpento ético despegado de lo humano, verdaderamente kafkiano, duramente guardado por elementos de autoridad y represión que actúan como contenedores de todo este desvarío generalizado.

En este frío escenario se está produciendo una expropiación y desmantelamiento de bienes materiales e inmateriales que no se han conseguido de la noche a la mañana; muchos, desgraciadamente, innumerables en esta breve nota. Uno de ellos, que es en realidad una especie de antídoto y al que quizá no se esté dando la suficiente relevancia es la capacidad para invocar el sinsentido como forma de liberación de esquemas de orden moral, una de las grandes conquistas ideológicas del siglo XX que ahora se está usando de manera burda e intimidatoria por el poder como arma estrategia de inversión y producción de reaccionarismo. Si Gracián escribe allá por el Siglo XVII: “son más en el mundo los desordenados que los subordinados”, ahora parece que es más bien al contrario; no somos más que una masa de subordinados. Sólo esto parece explicar que pese al descontento generalizado en Europa se siga apoyando a partidos conservadores o de tinte tecnócrata en una búsqueda desesperada de algún tipo de lógica, orden y sentido común.

Un concepto radical de libertad no lo ha habido en Europa desde Bakunin. Los surrealistas lo tienen. Ellos son los primeros en liquidar el esclerótico ideal moralista, humanista y liberal de libertad, ya que les consta que “la libertad en esta tierra sólo se compra con miles de durísimos sacrificios y que por tanto ha de disfrutarse, mientras dure, ilimitadamente, en su plenitud y sin ningún cálculo pragmático”. Ibidem.

Invoquemos al surrealismo y su iluminación profana. En realidad hoy más que nunca hay instrumentos y artefactos de sorna y desvarío que funcionan como válvula de escape del drama cotidiano y cuyas estrategias tienen su origen en las primeras vanguardias y la escuela surrealista. Pero hemos tal vez de profundizar un poco más y entender que la llamada revolución surrealista no estuvo ni está en el mero desvarío como chiste, greguería, apariencia de locura o shock mediático, sino, y siguiendo a Benjamin, en la “iluminación profana”: un instante de lucidez, de percepción consciente del devenir que nos sitúa más allá de nosotros mismos y nuestras microhistorias, y nos da un impulso insólito, una voluntad para hacer historia en estado puro.

Entendemos que para la producción surrealista ha de darse una “destrucción dialéctica” que preceda la producción de un lenguaje nuevo. Algo que nazca apenas como un balbuceo sin sentido, cuya práctica provoque el contagio colectivo. La revolución será surrealista o no será, ni la búsqueda de sentido a través de la elaboración de dialécticas paralelas, ni su suspensión más radical –esto es, el suicidio- tiene la capacidad de devolver, en este momento, sentido o dirección al acontecimiento. Es hora quizá de reclamar el surrealismo como disfrute ilimitado de la libertad que nos queda y se ha conquistado con esfuerzo para ir más allá del sentido, de la razón, de nosotros mismos, y la ilusión de estabilidad que se nos ha vendido como modelo con el único fin de hacernos subordinados a ella. No es en la contestación violenta ni en la dialéctica progresista ni en la pasividad del rebaño donde está la solución, sino quizá, una vez más, en el potencial creativo del surrealismo como gesto y disfrute –insistimos: como iluminación profana- y en su capacidad ilimitada para producción de libertad y devenir… o por lo menos en la existencia de su posibilidad.

 

Nostalgia y miedo del acontecimiento puro

Originalmente en SalonKritik

En la infancia parecía que llamábamos a los acontecimientos, los invocábamos con curiosidad y excitación; algunos eran mitos de las generaciones precedentes, otros nos pertenecían sólo a nosotros mismos y su recuerdo estaría alojado en lo más íntimo de nuestra memoria. Surgían a diario del porvenir, esa incógnita fascinante pero también aterradora que nos parecía inagotable.

A medida que crecemos son más bien los acontecimientos los que nos reclaman, hasta el punto de que para muchos la felicidad es la mera ausencia de tal experiencia. Eso que denominamos “vacaciones”, un breve lapso en el que podemos adquirir acontecimientos, desear que ocurran (siempre sabiendo que serán placenteros o al menos novedosos), escapando de una rutina acechada por el peligro potencial de los acontecimientos que nos reclaman.

Miramos o leemos las noticias y nos damos cuenta de esa amenaza permanente. Deseamos huir de los hechos pero a la vez tenemos un reparo moral, debemos de estar al tanto del alcance de los mismos, queremos conocer los límites para saber si estamos eximidos o no de una intervención. Secretamente anhelamos que nos supere, que nuestra actuación sea totalmente irrelevante, queremos volver al acontecimiento puro, aunque se trate de un verdadero desastre.

La cultura del entretenimiento ha acaparado toda nuestra nostalgia por el acontecimiento, aunque sabemos que es solo un placebo y por eso la necesitamos en pequeñas dosis aunque de manera constante. El éxito de series televisivas como Lost o la reciente Breaking Bad, que transgreden los límites de lo esperable; Melancolía de Trier, Stieg Larsson, los libros de Murakami… relatos de vidas monótonas que cobran fuerza ante lo inesperado, que necesitan un giro, un cambio radical en las coordenadas que libera al acontecimiento como posibilidad abierta. Thrillers del siglo veintiuno que consumimos con voracidad y son sustitutos -francamente brillantes- de una experiencia intensificada. Pero el acontecimiento puro siempre regresa, siempre llega; la vida está destinada a acontecer y cuando lo hace es implacable. Los eventos explotan en el instante, no aguardan en ningún destino sino que recorren trayectorias que colisionan. Desear que suceda o no en realidad es indiferente y tiene que ver más con la gestión deseante de nuestro tiempo y nuestros recursos.

Somos espectadores: esperamos. Para dejar de esperar hemos de extender el espacio de acción fuera de los anhelos del futuro y concentrarnos en los acontecimientos y microacontecimientos que ocurren en cada instante a nuestro alrededor y que nos conciernen más de lo que pensamos. Son las pistas de nuestra actualidad, de nuestro propio modo de actualizar lo real, donde la mitología colectiva y la individual coinciden y la nostalgia y el miedo se evaporan ante la energía explosiva del presente. En última instancia todo es cuestión de si decidimos formar parte de esta explosión que escribe con tinta ilegible nuestro tiempo, tal vez éste carente sentido pero excitantemente real.