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Mal de ojo. Una lectura de ‘The Jinx. La vida y muertes de Robert Durst’

“Nadie puede desear ser feliz, obrar bien y vivir bien, si no desea al mismo tiempo ser, obrar y vivir, esto es, existir en acto”. Ética demostrada según el orden geométrico, Baruch Spinoza.

El alma de Robert Durst se fugó con 7 años, cuando su padre le llamo en mitad de la noche y le hizo presenciar el suicidio de su madre, saltando desde el tejado.

Pero tal vez antes ya había algo que funcionaba mal en él. Al ser el primogénito sentía celos quizá de sus hermanos. Sentía el vacío existencial de quien ha de compartir un símbolo, de que este símbolo – el sello Durst, una de las familias más ricas en influyentes de NY –  no pertenece únicamente a Robert sino que ha de compartirlo con su hermano Douglas.

Su padre, Seymour Durst, necesita saber que su legado queda en las mejores manos, no confía plenamente en Robert y sitúa a los hijos en una carrera sobre la que ha de apostar por el caballo ganador, no hay cabida para débiles. Robert no quiere competir; tal vez por temor al fracaso, tal vez porque en realidad no es el dinero lo que le mueve, sino la presencia, la voluntad de existir a través del símbolo, de una equivalencia única que por derecho le pertenece y la duda ofende, tal vez demasiado. Por eso busca alternativas, al fin y al cabo son los años sesenta y es inevitable contagiarse de optimismo, se va a Vermont, abre una tienda ecológica, se casa con una chica guapa de familia normal… parece ser feliz. Pero el apellido es algo de lo que uno no se libra fácilmente; al fin y al cabo la carrera no ha terminado y el padre necesita garantías, ha de darle al primogénito una opción, no sea que la reclame más tarde, a destiempo, y lo eche todo a perder.

Es entonces cuando Robert se da cuenta de que no puede escapar de su destino, que está condenado a la lucha dinástica, esa que garantiza la selección natural. Los sueños de Vermont de una vida “normal” quedan atrás y la tensión entre lo insano del poder y la frescura de lo popular encuentran un único hilo conductor, su esposa Kathie, quizá el recordatorio más doloroso de una posibilidad que no puede darse, de una existencia que no es capaz de llevarse a cabo. Robert esta atrapado en su apellido, como el punto dentro del laberinto en forma de D del logo de la Durst Organization.

The Jinx, La vida y muertes de Robert Durst es el título de la serie de HBO que indaga sobre las acusaciones de asesinato que penden sobre él, entre ellas la de su esposa Kathie, la de la confidente de Robert, Susan Berman, y la de uno de sus vecinos al que admitió asesinar en defensa propia y cortar su cuerpo en pedazos para tratar de deshacerse del cadáver.

La falta de pruebas o la habilidad y extraordinaria capacidad de sus abogados para llevar una defensa convincente ha conseguido mantener en todas las ocasiones a Robert libre de cargos de asesinato. Siempre girando alrededor de su familia como un satélite oscuro, exiliado dentro su propia piel, adoptando seudónimos y falsas identidades para, en vano, tratar de escapar de un mal de ojo (jinx), de una maldición que en realidad es su propio apellido, cuyo poder trata de poner a prueba incluso a costa de su propia libertad. Su propia identidad Durst es el joker tramposo y burlón que elude el castigo pero al que detesta más que nada en el mundo, que se ríe de él, de la soledad esencial que le sitúa en el centro del poder pero sin capacidad de afección. Es ese quizá el demonio burlón que le hace hablar en distintas ocasiones de las dos entrevistas que se llevan a cabo en el documental a admitir, aparentemente off the record, en voz baja que es en realidad culpable,  pese a la advertencia de sus abogados de que el micrófono seguía funcionando y la voz estaba siendo grabada. Hasta en tres ocasiones comete este error, es increíble. Igual de increíble que la nota que presuntamente envió a la policía avisando de que había un cadáver en la dirección de Susan Berman, algo que el propio Robert describe como estúpido y una prueba irrefutable de que el asesino quiere ser descubierto.

La miniserie de 6 episodios constituye un relato fascinante que transversalmente crea un nuevo género documental de investigación en forma de proyectos narrativos que puede tener repercusiones muy reales sobre el modo en que se administra la justicia y se condenan a los criminales. Gracias al excelente trabajo de investigación, y recreación semificcional del director Andrew Jarecki[1] y su equipo, las pruebas presentadas, las grabaciones autoinculpatorias como la aportación de pruebas caligráficas, Robert Durst se encuentra en este momento en una prisión de Nueva Orleans a la espera de juicio por los crímenes que aun siguen sin resolverse; de un modo más dramático si cabe el de su propia esposa cuyo cuerpo nunca fue encontrado y sus familiares llevan años en busca de una justicia que sea capaz de cerrar la brecha enorme de su desaparición. Robert a sus ya 72 años, por supuesto se ha declarado inocente, porque tal vez aun deseando el alivio de la verdad no puede hacer otra cosa sino fingir un vano deseo de ser, de obrar, de existir.


[1] Andrew Jarecki dirigió All good things sobre la vida de Robert Durst y fue a raíz de esta película que el propio Robert contactó al director para realizar las entrevistas y dar “su versión” de los hechos.

El futuro de la representación

Brendan Fowler, May 2009

Brendan Fowler, May 2009

Publicado en Salon Kritik

“La pasión causada por lo grande y lo sublime […] es el Asombro; y el asombro es ese estado del alma en el cual todos sus movimientos se suspenden, con un cierto grado de horror. En este caso la mente está tan completamente llena con su objeto que no puede considerar a ningún otro.” Edmund Burke, Sobre lo sublime.

“Lo sublime no se encuentra ya en el arte sino en la especulación del arte.” Jean-François Lyotard, Lo Sublime y la Vanguardia.

¿Qué es la representación hoy en día? ¿Cuál es el futuro de las formas en las que nos representamos y qué papel juega el arte en ellas? Peguntas que tal vez muchos desde el ámbito artístico estemos haciéndonos día tras día, como si estuviéramos inmersos en el estado final – enervante – de un mal sueño del que no somos capaces de despertar. Una estadística reciente dice que se suben 350 millones de imágenes CADA DIA a Facebook. Si a eso añadimos el resto de las llamadas “plataformas”, los números son espeluznantes. Como artistas estoy seguro que todos llegamos a menudo a la conclusión de: ¿para qué producir más imágenes? ¿Son éstas, en cualquier caso, representación de algo hoy en día? Probablemente de nosotros mismos ya no.

El sujeto ha sido representado en todas sus facetas, capacidades y potencial para producir lo mejor y lo peor de la experiencia. Santo, demonio, bufón, víctima o verdugo, el sujeto no parece ya problema esencial de las formas de representación. Pero, por costumbre quizá, seguimos queriendo representar el mundo, para que se adapte finalmente a nosotros, para que nuestra fatal imperfección se ajuste a formas que limpien nuestra conciencia en un espejo idealizado en el que nos queremos reflejar. Formas de las que quizá no se puede decir ya que son bellas, pero sí todavía sublimes, o más bien sublimadas por las industrias del entretenimiento.

El artista contemporáneo se resiste a producir imágenes que acomoden la imperfección del sujeto. Quiere producir, por otro lado, modelos de pensamiento, nuevas concepciones del mundo donde lo bello ha perdido su aura pero lo sublime sigue siendo el gimmick, el truco. Releyendo a Burke y su concepción de lo sublime, el miedo a la muerte sigue siendo el gran motor del arte que genera formas de salvación imaginarias, artefactos que alivian la fatal perspectiva de la desaparición total del mundo. Una perspectiva mucho más terrible cuando se presenta como el abandono de uno que no fuimos capaces de hacer compatible con nuestra naturaleza. Un mundo absolutamente politizado (en el peor sentido) y corrupto, dominado por industrias audiovisuales que hacen suyas las formas del placer y del horror que genera la humanidad para procesarlas como productos aptos y representaciones posibles de un mundo que, tal como está diseñado, jamás casará con nuestra realidad, por mucho que pongamos empeño.

La idea de que el arte prolifera en tiempos de crisis es una ficción romántica alimentada por sueños de la vanguardia europea y de la postguerra; modelos creativos de supervivencia si se quiere. Las energías creativas de supervivencia se han convertido en conductores por los que el dinero pasa pero no se queda. Son puras agencias de sublimación. Por eso, como escribe Lyotard, lo sublime no está en el arte sino en la especulación del arte (ese espejo en el que buscamos reflejarnos y encontrar la verdad). El dinero es el ámbito de lo sublime; quizá siempre lo estuvo pero nunca fue visible de un modo tan desnudo, tan obvio. El dinero equivale a lo sublime en cada contexto cultural específico. Arquitectura, tecnología, mundo del arte, son ámbitos donde el dinero y lo sublime (y lo real) coinciden como estrategia y objetivo. Solo lo que produce y es producido con dinero subsiste y se establece como objetivo, lugar hegemónico, representación. El arte sólo tiene cabida como representación extrema del dinero y de una imagen que haga desaparecer o haga que pasen a un segundo plano, aunque sea momentáneamente, esos millones de imágenes a nuestro alrededor.

El dinero no va a desaparecer, pero si lo hiciera seguro que el hombre volvería a hacer un arte que equivaliera al dinero. Wampumspostmodernos, arte de tiempo, especialización, dedicación y preciosismo. Pero no es ése el camino que queremos para el arte, sino su opuesto, el que indica que ahí no está el valor -en el objeto artístico- sino en la experiencia de su creación. El gran reto entonces para el arte –y en general para lo social- es averiguar si hay una alternativa viable a la imagen y al dinero como formas de representación y producción de subjetividad -y encontrarla, antes de que el tiempo y la experiencia dejen de tener algún valor.