Category Archives: Crítica

Caída y lapso

Lo irrevocable no es, pues, en modo alguno, o no solamente, el hecho de que lo que ha tenido lugar ha tenido lugar por siempre jamás: es, quizás, el recurso —ciertamente, extraño— que utiliza el pasado para advertirnos (con cuidado) que está vacío y que el vencimiento —la caída infinita, frágil— que designa, ese pozo infinitamente profundo en el que, de haberlos, los acontecimientos caerían uno tras otro, no significa más que el vacío del pozo, la profundidad de lo que carece de fondo. Es irrevocable, indeleble, sí: imborrable, pero porque nada está inscrito en él.

Maurice Blanchot, El Paso (no) más allá. 


La caída es inevitable e imparable, estamos siendo arrojados al (a lo) vacío lentamente hasta que nuestras células se fundan por completo con el resto de partículas del universo —hasta ser menos que polvo, la infinitesimal cualidad de lo invisible. Nuestro destino es invisible, ser pura ausencia, ser en off, una presencia que es, en sí, fuga.

La caída parece darse siempre desde algún lugar, pero si de donde caemos fuera desde el propio suelo que ahora pisamos entonces estaríamos cayendo sin cesar hacia el propio lugar que habitamos, sin habitarlo en realidad – simplemente cayendo en él.

Hay en nuestra lengua una cierta obsesión con la razón o la causa de una caída, como si un momento determinado fuera el motivo de nuestra zozobra, el accidente, el desencadenante del desastre, de lo irrevocable, lo irreparable.

El uso reflexivo en español del verbo caer (“caerse”) parece reforzar esta idea. María Moliner (1) nos recuerda que “se emplea exclusivamente la forma «caerse» cuando se piensa especialmente en el momento, la causa o el lugar del desprendimiento, o la caída es brusca o instantánea”. También el dativo: “Se me cayó”, es una manifestación por excelencia de lo accidental.  El verbo “acaecer”, suceder (hacerse realidad), comparte etimología con “accidente”, una realidad que es irrevocable, un momento puramente desplegado a partir del cual ya no se puede volver atrás.

Pero no solo el accidente —el desastre (2)— es irrevocable. La caída es en sí también absolutamente irrevocable porque, si fuera posible lo contrario, estaríamos no obstante cayendo hacia el momento en el que aquella empezó; y —más allá de la supuesta genealogía judeocristiana de la caída, del Génesis, como momento cero, principio de nuestro destino irrevocable (3)— es esta una búsqueda fútil, proyectada al infinito. 

Afectados por un profundo horror vacui, en la búsqueda imposible del origen de la caída, aboliríamos el tiempo, haciendo de éste una noción completamente absurda, sin referencia, pues no habría forma objetiva de determinar el primer momento de nuestro vuelco. Sin ese momento no sería posible medir el transcurso de nuestro desprendimiento, no se daría un instante tras otro (medida del tiempo) sino un acaecer absoluto, un presente contínuo. 

Según Blanchot: “del tiempo sólo quedaría, entonces, esa línea que hay que franquear, ya siempre franqueada, infranqueable no obstante y, con respecto a «mí», no situable. La imposibilidad de situar dicha línea: quizás eso es lo único que denominaríamos el «presente».”(4)

Lapso/Lapsus

Lapso. Préstamo (s. XVI) del latín lapsus ‘deslizamiento, caída’, ‘acto de correr o deslizarse’, derivado de labi ‘deslizarse, caer’. Del mismo origen que lapsus (V.), se ha especializado aplicándose al tiempo (lapsus temporis ‘paso del tiempo’).(5)

¿Sería posible un “ser en lapso”, permanecer en un intervalo esencialmente vacío en el que la línea del presente no pueda ser nunca fijada? ¿Podríamos abolir así el espacio y el tiempo, poseer una conciencia que habitara en ese estado de incertidumbre del acaecer, en un devenir como caída hacia nosotros mismos? Tal devenir partiría de asumir el deslizamiento, un reconocimiento de lo inevitable de la caída en la que los signos no se usarían más como unidades estables con permanencia para fijar posiciones de la conciencia sino más bien como fogonazos, la emisión sensible de nuestra experiencia de la caída(6).

La interpretación o lectura de los signos no conllevaría una búsqueda de reconocimiento de sentido sino la pura observación del índice de nuestra relación con la caída: si nos queremos aferrar a una idea del presente con una consciencia que busca reconocerse como forma separada —ser algo que cae hacia algún lugar y en algún tiempo único, estable— o si nos entregamos plenamente a la caída, a nuestra permanente e inevitable zozobra, si nos entregamos a la impermanencia. 

Jacques Derrida nos recuerda que “la ausencia y el signo […] están pensados como los accidentes y no como la condición de la presencia deseada. El signo siempre es el signo de la caída.” (7)

El llamado “lapsus” del lenguaje en cualquiera de sus variantes, el verbal lapsus linguae, el escritural lapsus calami, el mental lapsus memoriae… revelan a menudo ese deslizamiento, el tirón de la consciencia por la que, al no acertar a decir lo que se pretende, se manifiesta indirectamente que hay un quiebre entre materia y espíritu; que mientras una se revela –en el impacto material de lo real– , el otro permanece en suspensión –en caída– en algún lugar al que no se nos permite acceder salvo en determinadas circunstancias en las que nuestro sentido del yo pierde fuerza (como en el sueño, en ejercicios de automatismo, en estados de vigilia prolongada y en ciertos ejercicios de meditación, etc). 

Aunque la promesa de tales estados de conciencia alterada sea atractiva, no deja de ser por otro lado una forma de huida de nosotros mismos, “la muerte fuera de la muerte”(8). Regodeándonos en la caída y negando la posibilidad del accidente estaríamos instalados en un limbo, eliminando el lapso, la posibilidad de un espacio para lo accidental, para fijar un presente cualsea, fallando en reconocer el magnetismo de lo material, nuestro instinto de tocar el suelo, de frenar la caída bajo nuestra inscripción en el territorio de lo común donde los signos se comparten y se intercambian, donde la caída se hace múltiple.(9) 

Parece entonces que el único modo de evitar este dualismo (materia/espíritu, caída/colisión) sería el de ser conscientes de lo ilusorio de cualquier permanencia de los signos y también de lo imposible  de negar nuestra pulsión hacia ellos, su colisión/inscripción en el terreno compartido de la multitud, de lo humano. 

Por otro lado, habría de abandonarse la idea de una liberación basada en la pretensión de instalarnos en una forma abstracta de espiritualidad que quiera evitar a toda costa la aparatosa y calamitosa relación con los signos. Nuestra única posibilidad de establecer un devenir que no escamotee el presente  —cualsea— parece encontrarse en el simple atestiguar la caída, permaneciendo en ella con una disposición de apertura hacia los signos que con nosotros caen.

And if I wish to stop it all.

And if I wish to comfort the fall

it’s just wishful thinking. (10)

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[1] María Moliner, Diccionario de uso del español.
[2] Maurice Blanchot, La escritura del desastre.
[3 La “caída” de Adán y Eva.  
[4] Maurice Blanchot, El Paso (no) más allá.  
5] Definitions from Oxford Languages
[6] Lo que llamamos “arte”.  
[7] Jacques Derrida, De la gramatología.
[8]   Maurice Blanchot, La escritura del desastre.  
[9] “Siempre caen varios, caída múltiple, cada cual se sujeta a otro que es uno mismo”. Maurice Blanchot, La escritura del desastre.  
[10] Y Si deseara pararlo todo, si deseara acomodar la caída, es tan solo una ilusión. China Crisis, “Wishful thinking”, del álbum Working with Fire and Steel – Possible Pop Songs, vol. II, 1983.

Publicado en Campo de relámpagos.

La verdad como herida. Imágenes de “Affatus” de Jesús Hernández Verano.

‘La serenidad’, de Francisco Borges Salas

Nuestra mirada objetual del mundo, obstinada en reconocer la forma y separarla como unidad o esquema de percepción cerrado, nos hace otorgar el mismo estatus objetual a los cuerpos sintientes como si fueran una suerte de “máquinas blandas”, cerradas en sí mismas, conteniendo en una forma de identidad toda su infinidad de procesos de producción de sensación e ideas. Pero si atendemos a la realidad biológica, celular, la piel no es más que una falsa puerta o quizá más bien una puerta abierta, imposible de cerrar (el destino del látex).

No deja de ser significativo el hecho de que la pintura, tan presente en la obra de Jesús Hernández Verano tanto como referencia disciplinar como elemento plástico, tenga por elemento aglutinante el aceite, el látex o el barniz, sustancias que cubren y cierran los poros de la tela del lienzo. La tela, como el poro de la piel, permea pero a su vez exuda el exceso de líquidos y en el exudar produce huellas. Huellas que determinan una forma de presencia y que se entienden como elementos simbólicos importantes de una cultura (como lo es por ejemplo la tela del sudario de Cristo) y además en sí mismas expresiones del arte – porque el arte es, quizá fundamentalmente, una prueba de vida, la evidencia del origen humano, sintiente, vivo, de la imagen.

Donde imagen y vida se unen de un modo inseparable es justamente en el cuerpo. Y es precisamente allí donde la piel es más fina – translúcida –  donde se manifiesta el ser plenamente orgánico del cuerpo, casi sangrante, sin siquiera necesidad de corte o de ruptura de tejidos. La mera exposición a lo atmosférico produce ya una rotura de capilares, o de un modo más intenso la quemadura y la consecuencia de una ampolla como presa de líquido vital; el roce entre sí de los muslos al caminar, o la fricción de los dedos de nuestras manos que producen llagas y después durezas que no son más que carne muerta, fosilizada como armadura, una triste armadura cadáver. Entonces nuestro mayor tesoro, el oro más puro, sería ya no el del acaparamiento de esas durezas o armaduras del cuerpo sino el de su desmontaje radical, el revelar nuestras propias heridas mostrando lo vulnerable o permeable, el lugar donde más somos un otro, pulverizados en cada respirar y transpirar, mezclados con la atmósfera. Las puertas de acceso del mundo – allí donde se difuminan los propios límites del ser.  

El ejercicio simbólico de ese ser (con) un otro se hace absolutamente explícito en el sexo, en la cópula. Las partes más sensibles de los cuerpos en contacto sensible, en fricción e incluso en intercambio de fluidos. En este frotar – frottage – de pieles ultrafinas, susceptibles a heridas, se presenta también abierta la puerta al virus, la enfermedad del contagio, la consumación perfecta de esta unión donde la piel no puede ni pretende contener más a lo real. Nos encontramos con la paradoja por la que el cuerpo contagiado, enfermo (es decir “no firme”) en descomposición de su integridad, es un cuerpo más real por definición, más susceptible de formar parte del todo, y tal vez se podría decir que más vivo. Por eso en toda la iconografía católica, de la que esta exposición también se nutre*, se presenta a Cristo con heridas, absolutamente expuesto como cuerpo (literal) de enseñanza, a los santos mutilados etc. Y este elemento de vulnerabilidad como forma de enseñanza no es exclusivo a la tradición católica sino que está presente en otras tradiciones y cultos. También en el arte contemporáneo, con el que la obra de Hernández Verano conecta en un sentido conceptual a pesar de sus referencias clásicas, encontramos un lúcido ejemplo en el “Carrying” de Pepe Espaliú, el artista enfermo llevado por sus compañeros como quien lleva consigo la verdad para ser mostrada en todo su dolor y fragilidad extrema.

Una vista de la exposición “Affatus”

Oro, sangre, huella, forma silueta, perforación, herida, agujero, cuerpo, miembro, abrazo, ornamento, piel, arruga, sedimento, huella, corte, ojiva… Imágenes de presencia y de ausencia, de vulnerabilidad pero también de protección. En la obra de Jesús Hernández Verano se manifiestan todas estas referencias e imágenes como parte de esa realidad abierta o expuesta de la verdad, de la vulnerabilidad esencial del cuerpo en la conexión más directa con lo real. No sin cierta nostalgia por el cuerpo joven, casto, ensimismado, que es un cuerpo que en su cerrarse a la vida abraza la muerte, la contiene entre sus brazos en el momentáneo éxtasis desencadenado por la fantasía de un romance imposible.

* Como referencia pero también de forma explícita al integrar fondos de la colección del Museo de Bellas Artes de Tenerife

David García Casado 2018.

 

Crítica y nostalgia. Un pequeño elogio de la torpeza.

Hablar de pintura tiene algo de nostálgico porque no deja de ser un cierto relato de la memoria sensible. Es una memoria de los cuadros que recorrimos con la mirada no solo como contemplación de una estampa global, finita, como signo cerrado, sino más bien de sus formas de apertura. Es hablar de la experiencia que nos proporcionó el placer de recorrer los trazos, sus direcciones, contra-direcciones y las formas por las que en sus cruces determinan patrones, texturas y tramas. Pero también las sensaciones provocadas por la percepción del color y sus yuxtaposiciones, su alianza con las formas o las líneas que producen un evento determinado. Hablar de pintura es establecer la ficción de un evento que por mucho que se piense, se analice o se diseccione a través de lo escrito no deja de ser mera palabrería, sin la capacidad de producir los efectos transformadores de nuestro propio experimentar la imagen. Por eso digo que escribir o hablar de la pintura o de cualquier otro arte – la tarea del crítico – tiene algo de nostálgico, una cierta energía de recuperación, y requiere de lo poético para acercarse siquiera a rozar lo sensible, para provocar impresiones en diferido que nos traiga de vuelta de algún modo la experiencia de un evento artístico.

La posibilidad de un sentimiento de nostalgia es la misma para quien produce imágenes, para quien haya experimentado concienzudamente todas las torpezas que nos separan de la imagen. El espesor de los materiales, los contenedores, las substancias y los elementos de aplicación no dejan de ser cuerpos torpes que como si fueran marionetas o cadáveres que hubiéramos de dar vida una y otra vez. Esa torpeza – que es la nuestra propia, la de nuestro cuerpo y sus extensiones (pinceles, lienzos, etc) – no hay manera de superarla, pues no hay manera de que la sensación, con solo evocarla, se plasme por arte de magia sobre una superficie y la podamos ver en forma de imagen. Hay que realizarla, del mismo modo en que ahora, con igual torpeza, tecleo palabras unas tras las otras con la esperanza de hacer más reales los pensamientos que cazo al vuelo en mi mente.

Me pregunto si no es esa vulnerabilidad la que nos acerca a describir con mayor precisión la actividad del artista visual, o la del escritor (qué importa el medio usado para la representación). Si su verdadero éxito no vendría ya determinado por la supuesta capacidad para transferir con claridad la experiencia sensible a un formato externo sino por la posibilidad de hacer manifiesta la fragilidad o torpeza inherente de tal acto de transmisión, el error humano, demasiado humano, que nos separa de una representación perfecta de la experiencia. Pues si eso fuera de algún modo posible, entonces qué sentido tendría representarla – y para qué necesitaríamos al cuerpo (torpe) si pudiéramos tener la propia experiencia, perfecta, siempre a nuestra disposición. El destino de lo virtual, de nuestro ser “en la nube”.

Es quizá el trabajo permanente de tener que relacionarnos con la torpeza, con el cuerpo de la transmisión, el necesario pasaje que evita nuestro ensimismamiento definitivo por la imagen, por cualquier autocomplaciente paraíso de la representación, la casa del genio, donde se pierde todo contacto con la realidad de la experiencia común y se establece una realidad permanente que es en sí misma nostalgia convertida en ley de la experiencia; es decir, el peligro de cualquier “artista consolidado”.

Y no deja de ser peligroso de otra manera – pero se entiende aquí peligro para el propio ego del artista – el proceder conceptual de cualquier creación, que ofrece muy pocas promesas de experiencia (what you see is what you get). A pesar de lo comúnmente entendido, el arte conceptual poco tiene que ver con una actividad puramente mental. Por contra, el conceptual nos arroja a un divagar perpetuo por las torpezas de los medios que nos hacen ser significantes (con algo de suerte). Una exploración de los límites de este cuerpo (torpe, y siempre incapaz, siempre discapacitado en su relación con la imagen) en nuestro querer decir alguna cosa. De nunca estar ahí del todo sino eternamente aquí, en la ejecución errática del medio, en los intervalos producidos por nuestro caminar por él, en nuestras pulsaciones alternadas e implacables pero finitas como un puñado de signos o una tirada de dados al azar.

Bajo esta lectura, lo conceptual no equivaldría por tanto a una negación de la imagen, o a una “censura” de la experiencia, sino a una aclaración, o desvelamiento crítico de los signos sin los cuales ha sido históricamente imposible cualquier representación y por el momento lo sigue siendo. Es aquí tal vez donde lo conceptual se reencuentra con lo nostálgico por establecerse como recordatorio (poco más que un recordatorio, o poco menos) del centro, de un cierto principio, del lienzo en blanco, de la imagen por construir y de nuestros propios cuerpos, completamente permeados por la realidad – el instante que precede al signo.

Retos y contradicciones del paradigma multicultural de Occidente.

“La forma ideal de la ideología de este capitalismo global es la del multiculturalismo, esa actitud que -desde una suerte de posición global vacía- trata a cada cultura local como el colonizador trata al pueblo colonizado: como “nativos”, cuyo colectivo debe ser estudiado y “respetado” cuidadosamente. “ Slavoj Zizek[1]

Ciertamente gracias a la globalización la resonancia de voces de múltiples culturas se ha normalizado en Occidente, se ha convertido en nuevo paradigma del capitalismo y uno que plantea retos importantes para los modelos de sociedad y para el propio capitalismo como sistema hegemónico. Sin embargo la presencia más o menos declarada de lo multicultural en las sociedades Occidentales no es una novedad o algo que haya surgido espontáneamente a raíz de la globalización. Las minorías han encontrado siempre una voz dentro del sistema hegemónico de formas diversas en las artes y las letras como un ejercicio camuflado en formatos digeribles por la cultura dominante (música, literatura…) – al igual que a través de reclamaciones más radicales de visibilidad o en forma de movimientos de protesta por parte de diferentes colectivos que comparten unas determinadas condiciones raciales, lingüísticas, sociales, de género…  La novedad con el desarrollo del capitalismo avanzado y la implantación global del paradigma postmoderno es que existe una proliferación de posiciones minoritarias y su validación como posibilidades siempre y cuando no se mezclen y así se mantengan en un espacio “zoológico” de turismo identitario sin permeación real en el conjunto de las sociedades.

El arte contemporáneo ha sido uno de los vehículos en los que la denuncia de la unilateralidad de la cultura ha sido más explícito y arriesgado, quizá por estar salvaguardado por un contexto muy específico, dirigido a un público que busca retos intelectuales y críticos de un determinado orden. Sin ir más lejos, la obra de Adrian Piper que se expone actualmente en forma de retrospectiva en el MoMA de Nueva York[2] pone en evidencia la profunda contradicción de nuestra forma de comprender y gestionar la diversidad cultural, asignándole un valor inocuo como una piecita más del sistema cultural hegemónico con el que nos sentimos identificados y del que nos sentimos parte. La obra de Piper abunda en contextos reales en los que se manifiesta que no hay una permeación real de lo multicultural, que se trata de una mera categoría más, una etiqueta que coleccionamos como insignia o como dice Zizek, un fenómeno que “estudiamos y respetamos cuidadosamente”. Ponemos la chapita en nuestra chaqueta o el hashtag en el feed de nuestras redes sociales pero lo cierto es que en la realidad no es tan evidente que exista un entrelazado multicultural en nuestra sociedad [3], seguimos rodeándonos de nuestros semejantes – con los que compartimos una suerte de raíces culturales – y considerando la aproximación a otras culturas como una curiosa nota floral, un adorno, una especie de turismo identitario que nos hace sentirnos ricos en experiencia.

Sin intención de juzgar todo legítimo viaje o exploración intercultural, tal vez deberíamos hacer reflexión sobre este modo en que dicha exploración tiende a recoger únicamente los valores que de algún modo son compatibles con la cultura mainstream o que pueden funcionar en ella como una “medalla de honor”, en una herramienta más para el sostenimiento de unas condiciones de privilegio. En esa exploración descartamos infinidad de detalles que nos resultan inservibles o directamente incómodos (ciertas tradiciones, ritos, creencias…) porque no aportan a nuestros argumentos el tipo de valor que se establece como moneda de intercambio y capital de privilegio en la sociedad dominante. Siguiendo la cita inicial de Zizek estaríamos ante un uso “colonial” de una cultura otra. Por otro lado, aunque sea absolutamente legítimo explorar con curiosidad las formas que tienen las culturas que nos rodean y de recrear esos mismos valores “a nuestra manera”, se plantea en tal exploración una posibilidad con tanto potencial enriquecedor como de usurpación simbólica.  Esto sucede con la llamada apropiación cultural, un robo simbólico por el que se pierde el contexto que originó algún elemento cultural y que cuya función simbólica puede ser completamente diferente en las sociedades y contextos en las que se originó, en muchos casos desarmando su función como herramienta identitaria utilizada por algún colectivo. Simplemente se toma el aspecto formal o lo que nos sirve – como decimos, de acuerdo con un régimen de privilegio – en nuestra propia sociedad sin ningún interés real por el contexto y el uso en su lugar de producción. Hay que señalar que, a mi modo de ver, la apropiación cultural puede ir aún más allá de un uso superficial: en una cierta lucha por el activismo más feroz en ocasiones se busca solo los detalles sórdidos que han atormentado a una determinada minoría o grupo social por el hecho que nos sirven para sostener unos ciertos argumentos que nos han dado un papel determinado como interlocutores en un sistema cultural mainstream. En la “calidad”, preparación y diplomacia de los interlocutores culturales, que actúan como una suerte de traductores entre culturas, puede estar una de las claves hacia una regulación más enriquecedora del multiculturalismo. Personas o agencias que ayuden a poner en contexto y a integrar ciertas manifestaciones culturales dentro de un sistema hegemónico.

Uno de los mayores retos que plantea el multiculturalismo se produce a partir de la homogeneización cultural del capitalismo y su mercantilización de la cultura. Esto genera una bastardización de diversos elementos provenientes de diferentes culturas pero adaptadas al gusto y formato cultural occidental determinado por el capitalismo. La explotación masiva y unificación de diversas culturas en torno a productos que sean del gusto de diferentes tipos de clientes/sectores de la población genera un distanciamiento del aspecto local de los elementos culturales y un empobrecimiento o descontextualización de la experiencia. En consecuencia y como reacción a esta homogeneización se da una pugna por la autenticidad y la búsqueda de raíces que se expone como un anhelo por la diferencia y la unicidad en cada visión de la cultura. Podemos observar la contradicción por la que lo multicultural pugna por su inclusión en el sistema hegemónico pero al convertirse en mercado se ve sometido a una pérdida de los elementos que sostienen su diferencia, su voz particular. La demanda por la diversidad cultural se da en estos dos momentos, primero en el de la lucha por su inclusión en un sistema hegemónico y segundo en el del reclamo radical de la diferencia y unicidad de cada visión que en última instancia se puede desglosar en las particularidades de una región en concreto, una ciudad en concreto, un barrio en concreto o una familia en concreto.

Lo que empieza como una defensa de cierta identidad “colectiva” (el famoso “melting pot”), una vez consumida su energía de diversificación y depotenciada por las formas limitadas de las tendencias del marketing , da paso al reclamo de identidad individual en el campo de juego del capitalismo. Esto nos puede ayudar a ver cómo la cultura  – dentro o fuera del capitalismo, si es que puede darse tal afuera – no deja de constituir sino una forma de apego a una identidad individual, un reclamo de un territorio simbólico que no existe en la realidad, que no es ni siquiera colectivo sino que cada miembro de cada cultura tiene su propia ficción de lo que esa cultura representa o debería de representar. Abrazar entonces el multiculturalismo significa aceptar la validez de esa forma de ficción simbólica del otro pero a la vez, si queremos ser realmente honestos con nuestra propia condición, el ser capaces de desvelar esa ficción e reinventar las formas culturales en todo momento con las personas que nos rodean en los territorios en los que nos encontramos. Este puede ser quizá una aproximación más abierta de lo que el multiculturalismo puede llegar a significar y ofrecer una tolerancia a la inmigración más allá del “esta es nuestra cultura, o la amas o vete de aquí” y más a ver la propia idea de cultura como un ente vivo, en constante transformación y mestizaje debido al juego de vectores socioeconómicos, generacionales, que se produce incluso dentro de una misma cultura dominante.

David García Casado 2018

Notas:

[1] Multiculturalism, or, the Cultural Logic of Multinational Capitalism.Publicado en New Left Review, No. 225,  Septiembre- Octubre de 1997. https://newleftreview.org/I/225/slavoj-zizek-multiculturalism-or-the-cultural-logic-of-multinational-capitalism

[2] Adrian Piper: A Synthesis of Intuitions, 1965–2016. MoMA.

[3] Adrian Piper. Close to Home. Exit Art, 1987.

La tinta en el ojo, el ruido en la palabra

La actualidad está en el centro del ojo y se expande a través de destellos de sentido. Existe una cierta resistencia en el ojo por fijar y definir, una fulgurancia que nos hace creer en nuestra visión, en los efectos de eternidad que ésta promete.

Pero, ¿cómo y por qué creamos imágenes? ¿Cómo y por qué las fijamos, recordamos, valoramos y utilizamos como unidades de comunicación?

En nuestra opinión, todas las imágenes poseen a priori el mismo valor de comunicación, intentan poner en común una experiencia particular -y negamos que deba de existir ningún tipo de jerarquía que regule la calidad de las experiencias. Pero sí que entendemos que existe una valoración de los signos relacionada con la intensidad de transmisión de dichas experiencias cuyo valor es, principalmente, su significado. Los signos poseen calidad no como entidades formales, un significado reconociblemente “bueno”, sino en cuanto su concatenación estilística y al ejercicio de una autoridad que, en su manifestación -en su emisión- se desliga de todo referente para expresarse como posibilidad significante singular.

Para activar las imágenes como unidades significantes es necesario proveerlas de un cierto valor de acuerdo con sus posibilidades de alteración de la consciencia y/o de la identidad, de su temporalidad. El tiempo y espacio de su publicación es crucial al igual que siempre lo ha sido la cuestión del medio; es aquí donde las imágenes ganan su poder de transformación pública puesto que pueden establecer nuevos protocolos y nuevos mecanismos relacionales. Lo que esta activación imaginaria sostiene es, por tanto, un deseo de comunicar la experiencia y de interactuar en la esfera pública, en sus movimientos deseantes, reguladores del sentido.

Este uso, proceso y producción de imágenes significantes (distingo aquí estas, ya dentro de una valoración cuantitativa –que es al fin y al cabo una distinción ética- de los signos y su comunicación) insiste en la capacidad “educadora” de las imágenes y en su legitimación como auténticos sistemas pedagógicos del uso de la comunicación. Esto pasa, por ejemplo, por reclamar ciertas obras de arte como auténticos métodos teórico prácticos de la transmisión de experiencias, o ciertas obras literarias como genuinos sistemas de asimilación plástica de lo real. Podemos afirmar que un uso incrementadamente activo de las imágenes (visuales o perceptuales en general) por el gran público reduciría el valor especulativo de las imágenes y asentaría las bases para el establecimiento de un terreno fértil para un desarrollo civilizatorio en términos de sus formas de comunicación, de una evolución intelectual expandida. Artaud decía: “Ser culto es quemar formas, quemar formas para ganar la vida; es aprender a mantenerse erguido en el movimiento incesante de las formas que se destruye sucesivamente.” [1]

Desde el punto de vista de los trabajadores dentro del campo cultural -es aquí donde todos nos encontramos en este preciso instante- consideramos una prioridad deconstruir el estatus icónico de las imágenes, el “teatro de la inmovilidad” en palabras de Foucault, para transformarlo en uno móvil, que no se podría poner en marcha más que a través de modos eventuales y abstractos de la experiencia. Las imágenes generadas a través de estos procesos –de disociación, de reorganización, de producción relacional y procesamiento eventual, imágenes proceso- ganarían una complejidad que no podría ser ya más formulada a través de instantes de experiencia ópticos, dislocados e inexistentes aunque pretendan ser el reflejo de una totalidad identitaria “real” [2] , sino a través del ejercicio del arte –de la soberanía de la experiencia– como el método tradicional y complejo de transmitir experiencia intensificada.

Más allá del habitual exceso y mal uso de las imágenes al que estamos acostumbrados en la actualidad, el arte funciona como un artefacto imaginario cuyo uso devuelve a las imágenes a su fisicidad en cuanto formas de aprendizaje y desarrollo vital. Separando a las imágenes de los objetos (¿es necesario volver de nuevo al “esto no es una pipa” de Magritte?), permitiendo que las cadenas asociativas se rompan, creando estandards de recepción y estilos de imaginación particulares más que “confundir todos los aspectos de la realidad con cada forma de posibilidad” (Foucault). En definitiva, utilizar las imágenes no como meros estímulos visuales sino como efectos de vida.

Pero para que tal idea de efecto de vida no sea malentendida (asociada a ejercicios de banalidad y autocomplacencia), creemos que es importante entender que el sentido de la comunicación reside en el uso consciente de las imágenes a través de técnicas precisas de ver, escuchar, tocar, entender…sin un fin particular. Implica, por tanto, el adentramiento en un territorio abismal, no cartografiado, dentro del cual nos podamos sentir como en casa, asimilando su extrañeza como la auténtica condición por el que el ser se expande y por tanto se comunica. Debemos quizá para ello entender por qué la experiencia es soberana; ésta no revela nada, no tiene fin, se despliega y en esto radica su verdadera autoridad como realidad, y por tanto, como territorio social. Bataille, Blanchot, Kossowski y otros nos han enseñado esto que, una vez aprendido, no nos podemos permitir el lujo de olvidar. Las mónadas de experiencia se organizan a sí mismas, nosotros tan sólo hemos de permitirlas desplazarse y crear, manteniéndonos alejados de enganches adictivos a la imagen tales como el narcisismo, el fetichismo, la melancolía… Creemos que el arte debe de ir más allá de estos placeres de retención, permitiendo el olvido, aceptando la desaparición de las imágenes que es al fin y al cabo la de nosotros mismos.

Lo que desde aquí sugerimos es el uso activo de la visión (y el resto de los sentidos) como las herramientas de corte que son. Herramientas que definen y deciden la temporalidad y espacialidad del ser. Gilles Deleuze sugeriría: “No se trata de decir: crear es recordar, sino recordar es crear, es llegar hasta ese punto donde la cadena asociativa se rompe, salta fuera del individuo constituido, se encuentra transferida al nacimiento de un mundo individuante” [3]. El recuerdo es una poderosa máquina generadora de imágenes y debe de ser utilizado con cautela. “Recordar sólo lo necesario” decía Beckett. La memoria puede ser muy productiva en el modo en que diseña la identidad y crea al Otro. La producción de este fantasma –del Otro- se encuentra en la base de la misma comunicación, en los modos en los que explora las posibilidades del ser y su proyección hacia su perdurabilidad, hacia la eternidad. Este fantasma de la comunicación gracias al cual interactuamos, esta auto ficción que nos sirve como interfaz social, tiene el poder de clarificar todas las relaciones de significado que ésta contiene en un momento dado (en el centro de lo imaginario, ciego por otro lado) multiplicándolas hacia la infinitud (cuando todo se explica a si mismo y no hay necesidad de aferrarnos a nuestra ficción; por el contrario es ella la que ahora, como una estela, nos sigue).

David García Casado

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[1] Antonin Artaud, Mensajes revolucionarios, Fundamentos, Madrid, 1971. p.39
[2] Imágenes de atentados, de sucesos, de monumentos, de obras de arte; dogmas, estéticas, estereotipos…
[3] Gilles Deleuze, Proust y los signos, Anagrama, Barcelona, 1970. p. 116

Ryuichi Sakamoto: CODA

En las escenas iniciales de la película Ryuichi Sakamoto CODA podemos ver al músico y compositor sentado en un piano rescatado del tsunami de 2011 en Japón. De alguna manera las notas de ese maltrecho piano suenan como un quejido o quizá más bien un aullido primario, un “primal scream”. El eco de un sonido preconceptual, la música salvaje del universo.

Ya en su estudio de Nueva York, sentado a un flamante piano Steinway & Sons, el músico habla del increíble esfuerzo y coste para producir industrialmente uno de esos instrumentos, de cómo la madera ha de ser sometida a tremendas presiones, ser forzada a curvarse en una cierta forma, los metales tensados a una cierta presión. Todo ello para cumplir con los cánones armónicos de nuestra cultura. Y sin embargo, a pesar de la sofisticación tecnológica de tal proceso, el piano se desafina al cabo de un tiempo manifestando una tendencia de retorno de los materiales a su forma natural, a su propia armonía fuera y ajena a los cánones humanos; un regreso al  lugar preconceptual del sonido.

En otra escena vemos a Mr. Sakamoto hablando sobre su lucha contra el cáncer y podemos ver similitudes con la ética de cuidado del instrumento que es característica en un músico: “Sería una pena no extender mi vida si puedo hacerlo”, dice. En el hiato que le ha impuesto el cáncer vigila su forma física y su dieta minuciosamente, manteniéndose alejado del trabajo, de todo aquello que puede forzar a su cuerpo e inducir una recaída.

Pero finalmente se ve tentado por una energía que para él posee más valor que el propio instrumento, éste no es sino un artefacto, un cuerpo de resonancia emocional. Del mismo modo en que la madera del piano está en permanente tensión hacia el caos desatado y primigenio del sonido en estado puro, Sakamoto termina sucumbiendo a la su propia naturaleza como músico para rendirse al sonido, para convertirse en su conductor – no en vano, director de orquesta en inglés se dice “conductor” –  que entiende al mundo entero como una fuente inagotable de música y a la frágil y efímera estabilidad de las notas de un piano (la misma que la de las imágenes que producimos o de las palabras que escribimos) como la alegoría perfecta de nuestro propio ser en el mundo.

THE VIEW – “LA VISTA”

Por alguna razón nunca había abordado el tema de esta manera, nunca había pensado en “la vista” desde una ventana como algo que pudiera ser un reflejo directo de una forma de relacionarse como el mundo y determinar un grado de presencia, un index de nuestra relación con lo real. En “la vista” está todo lo que proyecto al (del) mundo, como una sesión de psicoanálisis hecha cuadro, frame, instante cinematográfico o quizá plano secuencia que termina al cerrar la persiana o, como se diría en inglés de una manera muy apropiada: “the blind”.

La vista, la ventana es una pequeña porción, apenas un agujero, pero en ella se condensa toda una idea del “afuera”. ¿Pero afuera de qué? Hablamos del afuera de un, llamémosle, territorio amigo, familiar, donde despliego una determinada forma de control. Desde aquí puedo bajar y subir la persiana, abrir o cerrar la ventana, poner cortinas… pero sabemos que la “cosa” sigue ahí, lo que conforma eso que la gente llama “el mundo”. ¿Entonces, se podría decir que nuestra intimidad forma parte del mundo, o es algo diferente, separado, o con la posibilidad de ser separado de él? Por otro lado, ¿acaso no hay actividades tan mundanas como las que ocurren hacia adentro de esa ventana, en una cierta intimidad?: véase dormir, comer, ver la televisión, cortarse las uñas… Lo cierto es que además de esas actividades de puesta en acción de lo común o de lo mortal también se produce algo poco mundano que es la posibilidad misma de mirar hacia un afuera, como quien mira una pecera o una pantalla, atraído, fascinado por la posibilidad de una separación con respecto al mundo. Ese ser atraído, lo describe Foucault, “no  consiste  en  ser  incitado por el atractivo del exterior, es más bien experimentar, en el vacío y la indigencia, la presencia del afuera, y, ligado a esta presencia, el hecho de que uno está irremediablemente fuera del afuera”.

Pero volviendo al tema, “la vista” activa una cierta representación del mundo y manifiesta cómo me siento en relación con dicha representación, es decir, si me resulta acogedora, repulsiva, fría, indiferente… Se dice que una vista es buena cuando abarca una gran totalidad del espacio, como si ese mucho abarcar de algún modo expandiera lo que nosotros somos y conocemos, y nos diera entonces un cierto poder sobre lo visto. A menudo nos sentimos afortunados al sentir que nuestro mundo está constituido por esa preciosa imagen que contemplamos y que es valiosa en tanto en que es única, dotada de cierto privilegio: un exclusivo “punto de vista”. Por otro lado se dice que una vista es mala, malísima, cuando un cuarto da a un callejón mal iluminado, a un sucio patio interior o directamente a un muro. En la “mala vista” se nos niega una representación idealizada o privilegiada del mundo. Es la vista de lo común y chabacano, de la realidad desnuda sin adorno: miramos por la ventana y vemos una pared de ladrillo que es el mismo material que construye el propio habitáculo en el que nos encontramos, sin cobertura ni embellecimiento alguno, es la pura estructura que nos acoge.

Nuestra relación con “la vista” es también reflejo directo de los afectos y de la distancia que tomo hacia el otro. El mundo que veo, ¿es el mundo de otros o es “mi” mundo? Por ejemplo, cuando L. B. Jefferies en La ventana indiscreta mira y asume responsabilidad sobre lo que sucede fuera de su ventana como si fuera un problema a resolver en su propio mundo. El aspecto cavernoso del habitáculo desde donde miramos es una metáfora del cuerpo y “la vista” es literalmente: la vista, el ojo que observa al mundo, un ojo amplificado con el teleobjetivo de la cámara. La reacción a lo que sucede a través de ese ojo es lo que siente el propio cuerpo que quiere ocupar el espacio de su habitáculo para convertirse en él. Este habitáculo está repleto de los objetos que nos recuerdan lo que somos (recordemos el plano secuencia inicial en el que se nos muestran los hallazgos de su carrera como fotoperiodista), la “chatarra” de la identidad que acarreamos. Pero la chatarrería continúa también en el afuera y hay identificación con los edificios, con esa casa de enfrente, con el quiosco de la esquina, con el cartero que vemos llegar cada día o la vecina que podemos reconocer en la distancia. Es así como opera la familiarización con el mundo que nos rodea, una estrategia de producción de ilusión de estabilidad y continuidad del ser.

Si miramos a través de la ventana con impunidad es porque sabemos que no podemos ser identificados, que nuestra identidad está protegida por una cierta oscuridad y por el anonimato de la retícula de ventanas de un edificio. Pero la paradoja de los sentidos como ventanas a lo real es que no solo producen hacia afuera sino que permiten la entrada del mundo al interior: nuestros oídos, nuestros orificios nasales, los ojos, en realidad no dan sino que toman, reciben. Es posible entender “la vista” entonces no como índice que permite un acceso al mundo sino que también permite el acceso del mundo, en una permeabilidad radical.  La forma en la que no solo producimos mundo sino también somos producidos por el mundo, es decir, vistos por el mundo, el modo en el que estamos expuestos absolutamente, sin la posibilidad perpetuar la ilusión de toda posibilidad de proteger parte alguna a esta exposición.

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PS: Punto de vista.

 “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es.” (1 Corintios 3:16-17).

Se puede hacer la analogía del cuerpo como refugio de la conciencia. El cuerpo es el templo de Dios según la Biblia. Los sentidos son entonces las aperturas a lo real. Pero qué es lo que habita ese templo. Si es el espíritu de Dios ¿dónde estamos nosotros entonces? Valga esta pregunta para comprender el punto de vista, cuando se expresan una opinión o creencia, no como un lugar hacia afuera, sino nada más que un emplazamiento determinado, una pura posición, que no nos protege ni soporta como una posición de ventaja para un francotirador. El punto de vista no deja de ser un orificio permeable a través del que se vierte pero también se recibe, transformándonos inevitablemente, por lo que nuestra opinión puede cambiar siempre en virtud de dicho flujo. Es este quizá el propósito y objetivo genuino de toda conversación o diálogo: el trasvase de ideas y subjetividades entre dos o más personas.

David García Casado 2017

Relámpago permanente

“La realidad, sí, la realidad,

ese relámpago de lo invisible

que revela en nosotros la soledad de Dios […]

La realidad, sí, la realidad:

un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo.”

Olga Orozco. “La realidad y el deseo”.[1]

En ningún lugar el silencio absoluto de la luz, la opacidad negra del mundo. En ningún lugar la noche pura, el universo inverso del ser. En ningún rincón la ausencia acabada de la luz, la noche absoluta, el silencio. En ningún lugar oscuridad pura.

José Luis Brea. “Idea de claridad”.[2]

¿Quién posee la lucidez permanente, quién tiene la facultad de generar y mantener una claridad que lo llene todo? Porque incluso el relámpago sucede en un solo instante, no hay permanencia de luz, es demasiado veloz incluso para poder cegarnos. ¿Quién entonces podría desplegarse como un relámpago permanente, ilimitado, que todo lo ilumine? ¿Acaso Dios? Y en esa permanencia, ¿no nos resultaría invisible precisamente por su carácter continuo, sin cortes, sin interrupción?

“En ningún lugar la noche pura”. En ningún lugar la posibilidad siquiera del silencio, de evitar la intoxicación lumínica del mundo causada por el fulgor incesante, inagotable de la experiencia de los hombres.

Esfuerzos titánicos de la humanidad para producir un corte en esa capa invisible pero que todo lo permea. Esfuerzos físicos, metafísicos, humanos e inhumanos para hacernos visible el relámpago de lo real, de su luz absoluta (o deberíamos decir oscuridad) y poder atisbar la soledad de Dios. Por poner un ejemplo, la imagen de Abraham acercando el cuchillo al cuello de su hijo Isaac; los actos más atroces serían intentos desesperados de provocar una manifestación de lo invisible en esta corteza que conocemos como realidad y así quizá poder llegar a saber que, de algún modo, ésta nos ilumina secretamente, oscureciendo aunque sea por un instante a lo que va quedando del mundo, al resto de los mortales. Pretender que en lo más profundo de nuestra ceguera, vemos.

“¡Qué me importaba el sempiterno ‘tú debes, tú no debes’! ¡Cuán distintos el relámpago, la tempestad, el granizo, que son poderes libres, sin ética! ¡Qué felices, qué fuertes son, voluntad pura, sin perturbaciones por causa del intelecto!”[3]. Relámpago, tempestad o granizo: hay algo en la energía de la destrucción que nos resulta fascinante. La belleza jovial de unos fuegos artificiales que también encontramos en el despliegue mortal de un bombardeo y su espectáculo de luces asesino. La última experiencia que tendríamos ante la visión de un hongo nuclear probablemente sería la del éxtasis, una fascinación por el abismo. La imagen total, permanente, como suspensión final del sentido.

“En el territorio del que nos ocupamos el conocimiento solo ocurre al modo del rayo. El texto es el trueno que a continuación redobla.”[4] Algunos nos conformamos con ser testigos de la manifestación efímera del relámpago. Pero no olvidemos que el relámpago es un viaje de ida y vuelta. No podemos guardarlo, no nos pertenece. El rayo toca tierra y regresa a su origen por el mismo canal, a la velocidad de la luz. En su regreso produce el trueno, que es lo único que nos queda de ese brevísimo momento de iluminación, poco más que un eco, la resonancia de un momento de claridad.

“Era impredecible el mundo de las realidades que a él le importaban”, escribe Max Brod sobre su amigo Franz Kafka.[5] Algunos, los más efímeros[6], tienen la capacidad de producir relámpagos: breves momentos, tan breves que puede uno perdérselos en un abrir y cerrar de ojos. Instantes en los que el lenguaje, o deberíamos decir el sentido, lo ilumina todo. Fogonazos en los que, como escribía Burroughs, vemos lo que tenemos en la punta del tenedor, y de algún modo comprendemos lo irracional de un mundo construido enteramente a ciegas.

Este es el regalo, o quizá la maldición: la capacidad de ser rayo, de ver por un instante, pero no poder vivir después en ese mundo que hemos atisbado, y tener que volver siempre de nuevo a una realidad imperfecta que hemos construido “de oído”, a partir de los truenos incesantes de la historia de nuestra civilización. Y saber que el conjunto de la actividad que realiza después todo ejercicio de representación para reconstruir las imágenes del mundo iluminado, de ese breve destello de divinidad, no hacen más que añadir más ruido y más confusión, como las sombras de la caverna platónica, como estrellas que vemos pero que ya no existen más, como sueños que parecen más reales que la propia realidad pero que no podemos tocar, ni tampoco mirar, pues cuando lo intentamos desaparecen, como Eurídice se esfumó ante Orfeo, para regresarla al inframundo, devolvernos a la ceguera, como un sello de clausura sobre las puertas del deseo.[7]

* Gracias a María Virginia Jaua por la edición y publicación de este texto en CAMPO DE RELÁMPAGOS

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[1] Olga Orozco, “La realidad y el deseo” En: Mutaciones de la realidad,1979. http://www.poesi.as/ooxx-016.htm

[2] José Luis Brea. En Salonkritik. http://salonkritik.net/10-11/2012/05/idea_de_la_claridad_jose_luis.php

[3] “Was war mir das ewige »Du sollst«, »Du sollst nicht«! Wie anders der Blitz, der Sturm, der Hagel, freie Mächte, ohne Ethik! Wie glücklich, wie kräftig sind sie, reiner Wille, ohne Trübungen durch den Intellekt!” Friedrich Nietzsche. Carta de abril de 1866 a Carl von Gensdorff.

[4]  “In den Gebieten, mit denen wir es zu tun haben, gibt es Erkenntnis nur blitzhaft. Der Text ist der langnachrollende Donner.” Walter Benjamin. Libro de los pasajes [N 1, 1].

[5] “Unabsehbar war die Welt der für ihn wichtigen Tatsachen.” En Walter Benjamin, “Franz Kafka”, GS II.2, p. 419.

[6] “nosotros los póstumos, nosotros los más efímeros”. Jose Luis Brea. http://salonkritik.net/10-11/2010/08/los_ultimos_dias_jose_luis_bre.php

[7] Op. cit., Orozco.

Diario de Nueva York. (Prólogo).

Manual de Ultramarinos edita Diario de NY junto con la cassette El fin de algo de David Loss. Foto Bruno Marcos.

Hace más de seis años que escribí las primeras entradas de este diario. Ahora al releerlo redescubro la ingenuidad de aquellos primeros días en una ciudad que ya conocía y había disfrutado de un modo temporal, pero no con la intensidad y las miras de un residente, de un inmigrante si se quiere, alguien que ha dejado atrás de un modo permanente un entorno familiar para producir algo nuevo en un otro lugar.

No me considero una persona que busque deliberadamente lo nostálgico pero sí que puedo ver sobrevolando este diario un cierto espíritu de nostalgia, un deleite en la rememoración que era tal vez para mi yo de entonces una forma de protección. Esa burbuja era la forma en la que delimitaba mi separación con el mundo al que me había destinado y me permitía observarlo como un científico observa un fenómeno en una probeta, solo que – ahora lo se – era yo mismo el que estaba en la probeta y el que estaba sometido a dicho experimento de transformación.

Se podría argumentar que el objeto de estas experiencias era la ciudad de Nueva York, y así titulé en su momento a este periplo: “el estado de la ciudad”. Pero lo cierto es que una ciudad no es un objeto, pues es un ente vivo, una estructura en proceso. Entonces, todo relato de cualquier ciudad no tendría interés alguno sin sujeto que lo experimentase, y por eso es este diario, tal vez todo diario, un relato subjetivo que refleja una manera determinada de contarnos la historia, de hacerla nuestra, de apropiarnos simbólicamente del territorio.

De un modo progresivo, y una vez concluido un periodo de adaptación a este nuevo entorno, las entradas del diario empiezan a espaciarse temporalmente hasta finalmente desaparecer. Es un signo que señala quizás una plena adaptación, pero también un profundo desarraigo. La paradoja consiste entonces en que si mi experiencia actual de Nueva York no parece reclamarme un diario o una observación constante de su vivencia, sin embargo todo el momento de regreso a España y a los entornos en los que crecí y me formé constituyen experiencias que sí me plantean dilemas dignas de relato y me hacen ver cuestiones que en su día daba por sentadas o me eran desapercibidas. Un proceso de reversión por lo que lo exótico es ahora lo más íntimamente ligado a mi y me siento cubierto por una piel extranjera.

Nueva York. Abril de 2017.

Una reseña de Diario de Nueva York aquí: http://www.lanuevacronica.com/los-perros-romanticos
Una reseña sobre El fin de algo aquí: http://astorgaredaccion.com/not/15354/-lsquo-el-fin-de-algo-rsquo-de-david-loss/
Sobre cómo conseguir ejemplares: http://manualdeultramarinos.blogspot.com

Babelogo. El camino hacia la palabra sin lenguaje

Publicado originalmente en Campo de Relámpagos

“La palabra no ha sido reconocida como un virus porque ha alcanzado un estado de simbiosis estable con el receptor.” William Burroughs, La revolución electrónica.

La palabra está contaminada desde hace mucho tiempo, demasiado quizá, como para determinar si tuvo algún día un origen sano. En realidad escribir sobre ello es totalmente absurdo pues el lenguaje escrito es en sí mismo un virus de la conciencia, un productor de efectos representacionales específicos en el receptor; la inoculación de una visión determinada que resulta más o menos efectiva en tanto en cuanto encaja en el cuerpo ideológico del receptor. Pero la ideología en definitiva no es más que el grado de simplicidad o complejidad de los representámenes. Los modos en los que aceptamos y comprendemos o no las formas de representación mental ajenas del lenguaje.

El virus busca el equilibrio pero el equilibrio perfecto entre virus y receptor lo haría indetectable como tal, es tal vez por esto que solo se identifican como virus aquellos procesos en los que el desequilibrio es patente; en los que el virus pone en peligro la integridad subjetiva del receptor. El psicótico, esquizofrénico, (vulgarmente, el loco), es aquel que se ha visto dominado por la palabra, que ésta ha inundado sus sistemas de estructura y no tiene directriz: super-yo.

Ha habido intentos de neutralizar el virus de la palabra. Su excesiva tendencia colonizadora que tiende a la invasión permanente por encima de lo instintivo e irracional en ocasiones del afecto y nos sitúa en la tensión –que es en realidad una forma de chantaje– de mantenernos bien “cuerdos” aceptando el discurso maestro, o bien dejarnos a merced del inmisericorde sin sentido y la exclusión social. Su neutralización ha sido posible través de trabajos dentro del campo experimental del arte. Permitidos socialmente, estos trabajos, nos han hecho entender el lenguaje no como mero receptor de constructo ideológico, sino como materia para regresarlo a su naturaleza sonora, verbal, corporal, irracional. Desde el automatismo surrealista y Dadá, los cut-ups de Burroughs y Gysin, los juegos de palabras de Duchamp, las instrucciones de Yoko Ono, el lenguaje como materia de Robert Smithson, las frases evento de Lawrence Weiner… Se podrían mencionar también los trabajos de notables escritores como Mallarmé, Beckett, Joyce, Artaud, Roussel, etc.

Dentro del contexto experimental del lenguaje se consigue neutralizar temporalmente la internalización extrema de la palabra y su integración total en nuestro sistema de juicio para cortocircuitar los modos de representación unidireccionales. Estos creadores usan la palabra como voz radicalmente otra, una que no encuentra una correspondencia inmediatamente en nuestra conciencia receptora. Establecen un campo neutro, una zona temporalmente autónoma, (permítaseme aquí el uso de esta expresión clásica) en la cual se visualiza el carácter vírico de la palabra y se activa un uso liberado de la misma, no meramente como receptor.

Palabra vs imagen. Hashtag vs. password

—Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty Dumpty- quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos…

—La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

—La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién manda… eso es todo”.

Lewis Carroll, A través del espejo.

En nuestras sociedades online la palabra no solo cumple la función clásica como método de instrucción y base del constructo social. La palabra escrita cumple también una función de coordenada, de código de localización que activa unos regímenes específicos de presencia. Perfeccionar ese código, afinar en el grado de unidireccionalidad, de referencia inequívoca tiene repercusiones muy importantes en nuestro grado de presencia en las sociedades online, donde el hashtag se ha convertido en el índice clave de la palabra y que permite visualizar su grado de dependencia con la imagen, su “grado de contaminación vírica” si se quiere, siguiendo a Burroughs. La palabra clave (hashtag o keyword) es la cámara de vigilancia, el mecanismo de rastreo (la “tracking cookie”) de nuestra conciencia, que permite vincular de un modo preciso el objeto de deseo con la palabra que lo nombra para hacerlo indisociable. Los motores de búsqueda ofrecen información de palabras que introducimos en nuestros buscadores a empresas y son prácticamente de dominio público. Nuestro rango de contaminación, de las palabras que usamos, es así hecho público y ofrece una medida consistente de los límites de nuestra conciencia, de los límites del deseo vinculados a la palabra y por lo tanto de los límites de nuestro mundo.

Por otro lado, y de un modo interesante, existe un reconocimiento no explícito por el que se asume que lo que se presenta públicamente en internet y en las redes sociales no representa nuestras complejidades, nuestras debilidades, vicios, carencias ni siquiera nuestros verdaderos talentos, sino las características que vienen determinadas por la adecuación a un hashtag, a la palabra en definitiva. En una pieza colaborativa entre Miranda July y Paul Ford mediante técnicas detectivescas realizan un rastreo en las redes sociales de los asistentes con el fin de recopilar material biográfico que de pié a una construcción de vida interesante. Ante la dificultad que encuentran de ver elementos realmente distintivos, personales, interesantes, llegan a la conclusión de que las imágenes y las palabras hechas públicas online sirven en realidad para edificar una barrera de protección de las emociones reales.

Parece entonces evidente –y quizá paradójico– que las palabras e imágenes que usamos en las redes sociales y en la vida online buscan el efecto de silenciar la realidad de los afectos y la producción de un mundo que escapa a la palabra y su normatividad social. En la vida online –que es nuestra vida actual–, pocos son los que se pueden permitir vivir offline. No hay forma de escapar al tracking y hacking constante que en realidad es un perfeccionamiento del virus de la palabra, su reducción a una fórmula que nos da acceso, como si se tratase de un password a lo público, al lugar común donde las palabras significan lo que “quien manda” quiere que signifiquen (siguiendo la divertida pero brutal respuesta de Humpty Dumpty a Alicia).

De nuevo paradójicamente, si como argumentamos es difícil escapar del reino del sentido de la palabra sin rozar comportamientos “borderline” también es difícil encontrar el sinsentido, la palabra que en realidad no lo es, la palabra-imagen pura. Se sabe que es imposible asegurar que un password no pueda ser hackeado, solo es una cuestión de tiempo y recursos, poniendo dificultades estamos simplemente haciendo que al hacker no le sea rentable invertir su tiempo por una probabilidad de acceso determinada. En ese retardamiento del proceso estamos también como consecuencia retardando nuestra mente, haciéndola torpe, incapaz de recordar. Cuando buscamos desesperadamente una palabra para usar que sea segura contra el hackeo estamos reduciendo toda posibilidad de recordarla, de alguna manera estamos huyendo del virus, pero en esta fuga nos encontramos con el peligro de la palabra vacía, insignificante, que en realidad no es ya palabra ni siquiera lenguaje, es puramente objeto: una llave maestra, donde lo digital se encuentra finalmente con su imagen como “touch ID”, huella única – intransferible– negando así la posibilidad de todo lenguaje.