August 3, 2013 Nostalgia y miedo del acontecimiento puro Originalmente en SalonKritik En la infancia parecía que llamábamos a los acontecimientos, los invocábamos con curiosidad y excitación; algunos eran mitos de las generaciones precedentes, otros nos pertenecían sólo a nosotros mismos y su recuerdo estaría alojado en lo más íntimo de nuestra memoria. Surgían a diario del porvenir, esa incógnita fascinante pero también aterradora que nos parecía inagotable. A medida que crecemos son más bien los acontecimientos los que nos reclaman, hasta el punto de que para muchos la felicidad es la mera ausencia de tal experiencia. Eso que denominamos “vacaciones”, un breve lapso en el que podemos adquirir acontecimientos, desear que ocurran (siempre sabiendo que serán placenteros o al menos novedosos), escapando de una rutina acechada por el peligro potencial de los acontecimientos que nos reclaman. Miramos o leemos las noticias y nos damos cuenta de esa amenaza permanente. Deseamos huir de los hechos pero a la vez tenemos un reparo moral, debemos de estar al tanto del alcance de los mismos, queremos conocer los límites para saber si estamos eximidos o no de una intervención. Secretamente anhelamos que nos supere, que nuestra actuación sea totalmente irrelevante, queremos volver al acontecimiento puro, aunque se trate de un verdadero desastre. La cultura del entretenimiento ha acaparado toda nuestra nostalgia por el acontecimiento, aunque sabemos que es solo un placebo y por eso la necesitamos en pequeñas dosis aunque de manera constante. El éxito de series televisivas como Lost o la reciente Breaking Bad, que transgreden los límites de lo esperable; Melancolía de Trier, Stieg Larsson, los libros de Murakami… relatos de vidas monótonas que cobran fuerza ante lo inesperado, que necesitan un giro, un cambio radical en las coordenadas que libera al acontecimiento como posibilidad abierta. Thrillers del siglo veintiuno que consumimos con voracidad y son sustitutos -francamente brillantes- de una experiencia intensificada. Pero el acontecimiento puro siempre regresa, siempre llega; la vida está destinada a acontecer y cuando lo hace es implacable. Los eventos explotan en el instante, no aguardan en ningún destino sino que recorren trayectorias que colisionan. Desear que suceda o no en realidad es indiferente y tiene que ver más con la gestión deseante de nuestro tiempo y nuestros recursos. Somos espectadores: esperamos. Para dejar de esperar hemos de extender el espacio de acción fuera de los anhelos del futuro y concentrarnos en los acontecimientos y microacontecimientos que ocurren en cada instante a nuestro alrededor y que nos conciernen más de lo que pensamos. Son las pistas de nuestra actualidad, de nuestro propio modo de actualizar lo real, donde la mitología colectiva y la individual coinciden y la nostalgia y el miedo se evaporan ante la energía explosiva del presente. En última instancia todo es cuestión de si decidimos formar parte de esta explosión que escribe con tinta ilegible nuestro tiempo, tal vez éste carente sentido pero excitantemente real. Arte Crítica Cultura SalonKritik acontecimientoespectaculoTiempo