July 13, 2014December 20, 2019 El fantasma de James Lee Byars –Pero, ¿no es muy oscuro el sótano? –La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz. –Iré a verlo inmediatamente. Borges. El Aleph De todas las piezas de la exposición “James Lee Byars: 1/2 an Autobiography”* en el MoMA PS1 de Nueva York la que nos resulta mas enigmática es El fantasma de James Lee Byars [1], que consiste en una sala completamente oscura que el espectador ha de atravesar, cruzar hasta que adivine la salida en el extremo opuesto. En toda la sala nada hay que ver, ningún sonido o ningún elemento perceptivo compone la pieza. Aun a sabiendas de que estamos en el espacio vigilado de un Museo nos resistimos a entrar; el instinto nos advierte de los peligro de la oscuridad absoluta y nuestra primera reacción es la de retroceder, huir. Una vez dentro buscamos, casi desesperadamente la brecha, cualquier rastro de luz, la apertura hacia algún tipo de “afuera”. Lo oscuro nos produce claustrofobia y casi no podemos creer en la promesa de un lugar iluminado al otro lado. ¿Por qué nos da miedo un espacio tan sumamente controlado y asistido como es la sala de un museo de arte contemporáneo? Obviamente se trata del miedo a la oscuridad; un miedo infantil común pero que se basa en razonamientos quizá más complejos y relativos a la esencia del ser. Nos aterra la incertidumbre de lo oscuro, la carencia radical de todo tipo de límites, a saber, y principalmente, el límite de nuestro propio cuerpo. En lo oscuro es donde nuestros pensamientos y sensaciones se deslocalizan, parecen hacerse imagen y abandonarnos. Es entonces la luz algo parecido a una mano (divina) que los contiene, el tapón que cierra el desagüe de nuestra conciencia. En primer lugar la luz es aquello que nos define como forma, nos separa del resto de las cosas y nos da un efecto de identidad; pero además la luz es lo que nos permite “apropiarnos de las cosas con la mirada” [2]. Este principio de visibilidad como modo de asegurar la presencia es algo que Heidegger describía como principio de composición del ser. En la oscuridad nuestros límites se hacen indiscernibles de las imágenes que contenemos y nuestras sensaciones se confunden, el sentir se convierte en una experiencia de simultaneidad e incluso perdemos el sentido del tiempo. La incertidumbre que produce la deslocalización de las sensaciones resulta aterradora; tememos perdernos en lo abstracto, tal vez para siempre. “La luz (phos), en todas partes donde este arké manda y comienza el discurso y da la iniciativa en general (phos, phainesthai, phantasma, así pues espectro, etc.) tanto en el discurso filosófico como en el discurso de una revelación (Offenbarung) —o de la revelabilidad (Offenbarkeit)—, de una posibilidad más originaria de manifestación.” Jacques Derrida [3] Es bien sabido que la oscuridad es el lugar de los fantasmas y de los espectros, formas de luz descompuestas, con límites indefinidos, fugados. Los espectros como escribe Derrida son la promesa de una revelación. Si los espectros nos espantan es porque no estamos preparados para asimilar el significado de dicha revelación. La que nos quiere llevar con ellos o quizá recordarnos que somos más que una pura forma. “La condición previa de la imagen es la vista, decía Janouch a Kafka. Y Kafka, sonriendo, respondía: ‘Fotografiamos cosas para ahuyentarlas del espíritu. Mis historias son una forma de cerrar los ojos’” [4] Ante lo aterrador cerramos los ojos casi con la misma voluntad de un obturador (el ojo ES un obturador) [5]. Basta con cerrar los ojos o abandonar un espacio para que los objetos desaparezcan y lo único que nos queda de ellos es la frágil e inestable imagen del recuerdo. Recuerdos que nos asaltarán quizá a medianoche, la hora de los fantasmas que es también la hora del sueño. La noche es lo que más se acerca a una oscuridad total, nunca cerrada del todo, siempre con las estrellas, muchas veces ya extinguidas pero cuya luz permanece visible – ¡acaso no son las estrellas sino espectros! “Imaginad un universo poblado de todas las presencias de lo que ha sido expandiéndose, como las estrellas mismas, hacia los confines más remotos del universo” [6] escribe José Luis Brea. La inefable y misteriosa noche, es entonces ese espacio poblado de presencias, casi eclipsadas por la cercana luna, esa brecha que, casi brutalmente trazada por encima de nuestra mirada, nos advierte del “imposible silencio de la representación.” [7] Para Henri Michaux la noche era El telón de los sueños. La apertura de un universo donde todas las presencias coexisten [8]. Durante la noche nos resulta completamente natural soñar. Cuando estamos soñando habitamos más allá de nosotros mismos, en un estado alfa en el que abandonamos la conciencia y olvidamos los límites del cuerpo, con los sentidos “retardados” por la blandura y suavidad de las sabanas, los colchones y almohadas. Protegidos dentro de este espacio acolchado, opaco, en el que nos insertamos cada noche, nuestra conciencia es una cámara que registra en velocidad B los espectros que la actividad neuronal y los estímulos nerviosos “proyectan”. Una filmación, insisto, en velocidad B, con el obturador plenamente abierto, sin cortes o interrupciones conscientes, dejando entrar y salir las imágenes sin orden, espacio o tiempo premeditado. Acaso sea el sueño el momento en el que “ la luz borra sus huellas; invisible, hace visible; garantiza el conocimiento directo y asegura la presencia plena” como nos recuerda Maurice Blanchot.[9] Pero quizá sea esa otra de nuestras maldiciones del arte [10], la de nunca poder capturar esa experiencia. Por eso el relato de los sueños es siempre decepcionantemente impreciso o carente de la emoción de la presencia. Y por eso tan a menudo no hay registro alguno: el despertar nos ofrece una imagen velada; nada consciente que recordar, tan solo la certeza de que algo tuvo lugar, una experiencia intensificada que podemos aun sentir en la laxitud de nuestros nervios. Quizá ninguna experiencia directa pueda ser expresada sin perder gran parte de intensidad en la traducción del verbo y de su necesario trazo. Estamos condenados a convivir con lo indirecto, que es el lenguaje, y es esa nuestra cadena, la cadena de la palabra que hemos de recorrer en su trazado o en su lectura, la que arrastramos en nuestro morar por el mundo. Y esto es lo que nos puede dar la clave para leer de un modo indirecto El fantasma de James Lee Byars y descubrir como no debemos tal vez de buscar a su fantasma en la oscuridad de la sala sino en el propio título, en la frase que nombra la pieza, que leemos antes de entrar en la sala y que, de un modo primitivo, da existencia a esa gran nada, esa oscuridad que hemos de atravesar para salir a la luz del sentido, y que es tal vez una perfecta alegoría de la palabra. Publicado en SalonKritik ————- * Esta exposición se inauguró -en una primera edición- a finales del 2013 en la apertura del nuevo museo de la Fundación Jumex Arte Contemporáneo. Curada por Peter Eleey y Magalí Arriola. [N. de la E] Notas [1] The Ghost of James Lee Byars es una de las piezas seminales del artista y fue instalada por primera vez en Düsseldorf en 1969 [2]”Ereignen significa asir con los ojos, esto es divisar, llamar con la mirada, apropiar”. Heidegger, Identidad y diferencia. [3] Jacques Derrida, Fe y Saber. [4] Roland Barthes, La cámara Lucida. [5] Conviene aquí recordar la magnífica pieza “Blinks” de Vito Acconci. [6] Jose Luis Brea, “Idea de claridad” http://salonkritik.net/10-11/2012/05/idea_de_la_claridad_jose_luis.php [7] Ibíd. [8] Henri Michaux, Maneras de dormido, maneras de despierto. [9] Maurice Blanchot, Nietzsche y la escritura fragmentaria. Crítica Nueva York SalonKritik CegueraCuerpoEspectroFantasmafotografíaHeideggerJose Luis BrealenguajeLuzMomaNocheNueva YorkOntologiaOscuridadPalabraPS1Sueños