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Massive Attack vs. Adam Curtis: grietas en el búnker de datos

Massive Attack Vs. Adam Curtis .- Breaking the sarcophagus of data

Massive Attack Vs. Adam Curtis .- Breaking the sarcophagus of data

Publicado en InfoLibre

No se podría haber escogido en todo Nueva York un mejor lugar para el concierto-espectáculo de Massive Attack y Adam Curtis que el Armory de Park AvenueCuando accedemos al edificio nada permite adivinar que se trata de un concierto. Una luz cenital ilumina la penumbra del espacio acorazado, de aspecto militar y con gigantescas naves interiores sin ventanas. Además, unas máquinas de humo suministran una ligera neblina al antiguo depósito de armas, donde los espectadores nos preguntamos qué hemos venido a ver exactamente.

A la hora programada, unas cortinas de tela se abren y permiten el acceso a otro espacio rodeado de pantallas traslúcidas. El escenario se encuentra otro lado de la pantalla donde se refleja el metal de las guitarras y pequeñas luces led palpitan periódicamente. En algunos instantes comienza el espectáculo: imágenes de archivo con textos que anuncian una crítica feroz al sistema mientras la banda comienza a interpretar Baby it’s you, el clásico de Burt Bacharach en la versión de las ShirellesLa belleza de la canción contrasta con la crudeza de las imágenes. Estamos ante un ejercicio de pensamiento crítico, vemos en las pantallas la silueta de las guitarras a contraluz, pero también siluetas de rifles de asalto.

El proyecto se trata de una colaboración entre el cineasta británico Adam Curtis y Robert del Naja de Massive Attack, y constituye un nuevo tipo de experiencia audiovisual que combina música en directo integrada y sincronizada con proyecciones de material de archivo además de voz y texto que se yuxtaponen de un modo espectacular. El espectador se encuentra rodeado de imágenes y sonidos pero también de ideas. Los autores de la obra exponen, a través de conocidas y poderosas historias individuales, cómo un nuevo sistema de poder se ha erigido en el mundo para manejarnos y controlarnos. Un sistema rígido y estático basado en sistemas de control y predicción de datos, que utiliza a las imágenes como un modo de encapsularnos en el sarcófago de datos del pasado y que nos impide avanzar y construir un futuro libre. 

Junto con el grupo Massive Attack actúan dos cantantes estelares: Liz Fraser, cantante de Cocteau Twins y la leyenda del reggae Horace Andy (que borda Baby, it’s you). Juntos hacen un sorprendente recorrido musical con versiones que van desde las Shirelles, a Jesus & Mary Chain, Suicide, Serge Gainsbourg, Barbara Streisand o bandas de punk de Siberia de mediados de los 80. Conocidos temas que actúan como banda sonora enfatizando los mensajes de las dramáticas y emocionantes historias que se suceden en el filme. Historias de sacrificio como la de la artista y musa de los 60 Pauline Boty, que renunció a un tratamiento contra el cáncer para poder dar a luz a su hija, o la de los operarios que sellaron el sarcófago nuclear de Chernobyl aun sabiendo que iban a morir debido a la radiación. Historias también de famosos teóricos de la predicción de los datos como la del economista Fischer Black o la del ejecutivo Akio Kashiwagi que hizo sus fortuna con apuestas en los casinos de Las Vegas.

Entremezcladas se desarrollan también historias de quienes han cambiado los modelos en los que se representa el poder, como Ted Turner, Donald Trump o Vladimir Putin. El resultado es un poderoso manifiesto hecho con fragmentos de vidas de individuos que han tenido la capacidad para modelar el presente y detenerlo para poder controlarlo y también de quienes se han sacrificado –y un homenaje a los que siguen haciéndolo- para que el futuro y la libertad sean una opción. El mensaje final es claro: no se puede predecir el futuro, nunca se podrán controlar todas las variables; es posible construir un porvenir, nuestro porvenir, pero debemos ser capaces de eludir el control de quienes pretenden tener en su mano el poder de escribir las reglas del juego. 

Blue Jasmine, luna azul americana

Originalmente publicado en InfoLibre

Blue Jasmine en un cine de Nueva York - Fotografía de Leila Jacue

Blue Jasmine en un cine de Nueva York – Fotografía de Leila Jacue

Blue Jasmine se estrena en las salas de Nueva York con éxito de taquilla. Se dice que Woody Allen es más popular en Europa que en Estados Unidos -al menos en general – pero esta ciudad siempre recibe con interés las películas del autor, especialmente cuando la acción tiene lugar, aunque en este caso lo sea parcialmente, en la propia Nueva York.Allen ofrece a menudo un retrato subjetivo de algunas de las miles de facetas y posibles líneas vitales que la ciudad produce.Un reflejo cultural que los neoyorquinos buscan en el cine y en las obras de arte que al fin y al cabo es una demostración de que la cultura es capaz de proyectar hacia el futuro y de proyectarnos como ciudadanos de una sociedad progresista y abierta.

Nueva York para Allen siempre constituyó un ejemplo de coexistencia de culturas y generaciones, de lo nuevo y de lo viejo y de lo profundamente absurdo, y por eso cómico, de todo ese roce de temporalidades que coexisten en el trazado limitado pero con infinitas combinaciones de Manhattan. En el caso de Blue Jasmine no está claro que el reflejo que devuelve la película a los espectadores sea una optimista idealización de las contradicciones de la ciudad que el mundo necesita para convertirla en modelo y destino por excelencia. La imagen a la que nos enfrentamos en este caso es un retrato desfigurado de una sociedad radicalmente desconectada de su sustrato social, de la retórica del lugar de las oportunidades y del mito del sueño americano.

La relación de Woody Allen con Nueva York siempre ha sido una de amor y odio, tal vez como la de cualquier habitante de la misma que se precie. Recuerdo una frase de Lou Reed en Blue in The Face(ese maravilloso retrato de Brooklyn realizado por otro clásico de la ciudad como es Paul Auster junto con Wayne Wang) en el que dice a la cámara que no conoce a nadie que no haya hablado de irse de aquí y que él mismo lleva 35 años pensando en hacerlo. Se trata de un sentimiento de fuga inminente que está instalado en todos los habitantes de la ciudad. Pero además hay algo intrínseco de esta ciudad, la adaptación necesaria a sus ritmos, distancias y polivalencias que produce una neurosis programada. Un estado de conciencia que sólo sirve para esta ciudad por lo que cualquier cambio de entorno necesariamente conlleva un desajuste y la evidencia clínica de los síntomas. Blue Jasmine representa de un modo sublime este desajuste, encarnado en esta ocasión por un miembro de la élite social cuya agenda funciona con la precisión de un reloj suizo, cargado de eventos y actividades y en el que el más leve contratiempo conlleva un inevitable desliz histérico.

La maravillosa Cate Blanchett se luce en un papel pensado prácticamente para ella, especialmente después de su interpretación de Blanche DuBoise, la protagonista de Un tranvía llamado deseo de Tennesee Williams, en la adaptación de Liv Ullmann para los teatros de Broadway. Blanchett desdobla a Blanche bajo la insuperable guía de Woody Allen para dar forma a Jasmine, un personaje que es a la vez víctima y verdugo dentro de un entorno social y familiar que representa la deriva atroz del capital financiero y de sus formas de destrucción de las conexiones equilibradas del tejido social. Al igual que la Blanche de Tennesse Williams, su altivez y pretensiones de alcanzar un ideal sustancial de riqueza, educación y cultura se ven truncados por su falta de conexión con ella misma y el camino dedicado y laborioso hacia la virtud, un camino que para ella resulta obscenamente trabajoso e indigno. Se trata sin duda de un filme político en el que Allen critica esa virtud prefabricada que gira en torno a la apariencia y posesión de objetos de lujo, características aceptadas de valor y de buen gusto pero que son usadas en ocasiones como herramientas de discriminación social, de pertenencia de clase. Para Jasmine, todo: objetos, obras de arte y personas forman parte de los bienes que le corresponden simplemente por tener el exquisito gusto para apreciarlos. Una pasión tan abstracta por lo elevado que al final deviene fantasmagoría.

En sus momentos de soledad Blue Jasmine rememora la canción Blue Moon, atrapada en la ensoñación mental de una época que nunca existió, que fue la ficción que usaron los artistas y músicos para escapar de la atroz lucha de poder que tiene lugar en el mundo, demasiado cruel como para no querer escaparse de ella. Resulta interesante ver en la película similitudes con la obra de Scott Fitzgerald y en especialmente El Gran Gatsby (muy recomendable también la revisión del clásico que ha hecho el mismo Liv Ullmann) y el retrato de una sociedad basada en el dinero como equivalente universal que encarna ficciones, como la del propio Gatsby o la de Jasmine. Vidas que son como una bonita canción, que se ha tocado un millón de veces hasta que ha formado parte de nosotros; que suena en nuestra cabeza y nos lleva dulcemente a un lugar que nunca existió en realidad.

Calles desoladas y últimos rayos de sol – Sobre “Street” de James Nares

Publicado originalmente en SalonKritik

“And all the nobody people, and all the somebody people / I never thought I’d need so many people”. D. Bowie

Siempre resulta emocionante escuchar 5 years de David Bowie recorriendo las calles de un mundo al que le quedan 5 años de vida. En la letra, el cantante realiza un travelling por las calles, tratando de capturar todo lo que puede, para que no se le olvide; tanto que su cerebro-almacén le duele.

Hay algo en la película Street* de James Nares que trata de capturar, de un modo similar, el espíritu de un momento epocal. Nares filma las calles de Nueva York a 780 imágenes por segundo (cuando el cine tradicional lo hace a 24) con una cámara que tiene el significativo nombre de Phantom Flex. Gracias a una cámara lenta en perfecta definición contemplamos la producción de gestos de los paseantes que resultan sumamente significantes. Gestos habituales como secarse el sudor o mirar al cielo se cargan de significado, adquieren una expresión enigmática del pathos similar a la que poseen grandes escenas figurativas de la historia del arte. Se trata de un tableau vivantreal; el retrato en movimiento de los habitantes de una ciudad como fantasmas que hablan al futuro a través del mismo procedimiento con el que ciertas fotografías del pasado nos tocan en lo más íntimo y nos reclaman como testigos -siempre en diferido- de lo real.

Caminar por las calles de cualquier gran metrópolis ha dejado o está dejando de ser una experiencia de paseo y experiencia colectiva. La figura ya de por sí alienada del flâneur, ha dado paso a la del caminante que se ha de desplazar lo más rápidamente posible a su lugar de trabajo o de ocio para no perder más tiempo del necesario. Como bien saben los hipsters, las áreas “paseables”, dotadas del encanto artístico propio del espacio vital de una juventud que tiene la necesidad natural de expresarse, se han desplazado a la periferia. Lo que queda en el centro es solo un frío, aunque extremadamente conveniente, “no lugar” donde turistas y funcionarios coexisten en armonía. Pese a ello y aun a sabiendas de que habitamos un espacio prestado y planificado nos gusta identificarnos con las marcas técnicas del presente. Al fin y al cabo son indicios y rastros –hay algo de instinto de cazador en el modo que identificamos el tipo de pavimento, la forma de un billete de metro, los letreros luminosos de los comercios, las huellas de la ingeniería propias de cada urbe, huellas que otorgan un carácter a una determinada forma de civilización. Nos sabemos pasajeros pero aun así queremos durar en el tiempo, sabernos testigos de una época en permanente evanescencia, guiada por intensidades irrepetibles, por la amalgama de las identidades que la habitan en un momento dado.

Curiosamente, encuentro una dialéctica similar, de algún modo nostálgica, entre el Street de Nares y el videoclip creado por Tony Oursler de la reciente canción de Bowie: “Where are we now?” , acerca de aquellas tardes en Berlin, “walking the dead”, paseando a los muertos, en esas calles saturadas de desaparición. Calles que después de guerras y destrucción mantienen los mismos trazados aunque los edificios hayan cambiado por completo, al igual que sus caminantes y los motivos que los hacían recorrerlas.

* En The Metropolitan Museum of Art hasta el 27 de mayo

INLAND EMPIRE. El desierto de lo imaginario

Publicado en E-Limbo y SalonKritik

Más de tres horas dentro de una sala de cine contemplando una introspección radical sobre la conciencia postmoderna, el inextricable trenzado imaginario de nuestro cerebro, producto de una poderosa industria que, desde los más remotos orígenes del entretenimiento ha sido capaz de capitalizar nuestros deseos y temores.

Toda la tesis Lyncheana sobre el espectáculo se despliega en este análisis cuasi-genealógico del espectáculo, de una importancia en mi opinión comparable a otros análisis críticos de las consecuencias del capitalismo avanzado tales como El Antiedipo de Deleuze/Guattari o Imperiode Hartdt/Negri. En INLAND EMPIRE (es decir Imperio interior) se nos revela que toda esa iconografía que ha hecho reconocible el “toque Lynch”: Freaks, telones…, presentes en casi cada una de las películas del autor, se remonta a los orígenes mas olvidados de las formas de entretenimiento populares; a saber: el circo y los freak shows. En ellos, gitanos y otros artífices dotados de un poder de manipulación de la conciencia casi sobrenatural (que radicaba sin duda en su desligazón de cualquier forma de poder hegemónico y en su condición nómada) utilizan animales y personas con defectos monstruosos para inspirar un adictivo terror en las masas, regocijantes de su pertenencia al orden de lo normal, de lo que Dios dispuso como norma. Volviendo a contemplar una y otra vez ejemplos de lo que se escapa a ella, demonizando lo singular, lo radicalmente real, las masas calman momentáneamente su temor a ser libres (como los propios gitanos que orquestaran el evento).

Siglo XXI, Hollywood. Donde las estrellas crean sueños y los sueños crean estrellas. Los sueños idealizados de los espectadores, encarnados por los personajes libres que desearían ser, inspiran la ficción cinematográfica que les será devuelta en forma de imágenes, orquestadas por maestros del ilusionismo y protagonizadas por unos actores reales de la industria -las estrellas- que no dejan de ser freaksmultimillonarios, esclavos de su imagen que es de lo que viven. No es anecdótico que algunas de las actrices principales de Lynch –en este caso Laura Dern- accedan a ser retratadas en la pantalla feas y reales como cualquier transeúnte de cualquier calle y, de un modo radical en esta película, como una puta que agoniza vomitando sangre entre vagabundos de Hollywood Boulevard.

David Lynch dice que rodó esta película sobre la marcha, filmando ideas que le iban surgiendo. Aunque importe poco su coherencia argumental o el cierre narrativo reconfortante propio de la institución mediática cuyas prácticas denuncia, INLAND EMPIRE está plagado de recursos visuales, micro uniones magistrales, suturas imaginarias que hilvanan el conjunto a través de agujeros. La memoria, la máquina de montaje de nuestra conciencia es usada por Lynch como la herramienta de vínculo que los conecta o los rellena. “Todos tenemos mala memoria” dice en cierto momento el personaje interpretado por Grace Zabriskie, “pero los actos tienen consecuencias, sabes…” nos recuerda de un modo helador.

Sin entrar en posibles lecturas sobre el sentido (poco interés tiene hablar de “sentido” creo que ni siquiera para el propio Lynch) que quiso dar el autor a esta colección de imágenes grabadas en formato video, considero que la experiencia audiovisual que ponen en escena es única, dejando patente una extrema sensibilidad hacia los efectos psico-sensoriales de la imagen y su alianza con el sonido, el conocimiento de los recursos ideológicos de la industria y su desmontaje sistemático. Si en otra archiconocida película de Hollywood se anunciara “el desierto de lo real”, Lynch pone al descubierto el autentico “desierto de lo imaginario” de la industria del entretenimiento y nos propone –como siempre ha venido haciendo- imágenes que afectan a sus usuarios de un modo real y no como promesa, y que nos recuerdan que toda imagen, como todo acto o todo recuerdo, tiene sus consecuencias.

EL CINE ESPAÑOL

Publicado originalmente en SalonKritik

El cine español; estas tres palabras se han convertido en los últimos tiempos en una especie de eslogan o nombre de entidad, tipo La seguridad social, que hace referencia a una serie de productos culturales cinematográficos subvencionados por el estado en su apuesta por sacar algún tipo de beneficio tangible de la Cultura: cifras, índices de audiencia, ingresos. No en vano se le dota del segundo mayor presupuesto nacional, después del dedicado a los museos –que gracias al turismo se puede considerar un valor seguro.

Observamos también como, en su apuesta por otorgar identidad nacional al medio, de alguna manera se nos quiere hacer pensar que el cine español es algo importante, algo que nos ayuda, en lo que debemos de creer y que debemos fomentar porque es nuestro, nuestra manera de contar las cosas, nuestra idiosincrasia y nuestra cultura. Algunos van más allá aún y pronuncian las tres palabras como si tuvieran la relevancia intelectual de otras tres palabras mucho más inolvidables, pero no por ello menos comerciales: La nouvelle vague.

Pero el cine español no es un movimiento, nunca lo ha sido y dudo seriamente que se pueda poner esa etiqueta a algo que no sea la fría denominación de un sector del presupuesto dedicado a la cultura, altamente privilegiado por cierto. Es más bien en esa responsabilidad –la económica- en la que quizá deberían de pensar los cineastas a la hora de hacer las películas y no en la que Alex de la Iglesia se refiere en el discurso pronunciado en los últimos premios Goya: “Tenemos que pensar en nuestros derechos, por supuesto, pero no olvidar NUNCA nuestras OBLIGACIONES. Tenemos una RESPONSABILIDAD MORAL para con el público.”

http://www.elpais.com/articulo/cultura/Discurso/integro/Alex/Iglesia/entrega/Goya/elpepucul/20110213elpepucul_9/Tes

“La responsabilidad moral” Si Luis Buñuel estuviese vivo no se como actuaría ante tal afirmación pero me lo imagino. Estoy seguro que la responsabilidad moral no era precisamente lo que les preocupaba a él y a Salvador Dalí cuando trabajaron en la realización de Un perro andaluz, que sigue siendo una de las obras claves del cine internacional y de cuyas rentas sigue viviendo “el cine español”.

Buñuel realizó buena parte de sus películas en el extranjero con financiación extranjera pero sigue siendo cine español. La cultura de España parece que no acaba de entender que intentar crear una identidad por la fuerza resulta algo perjudicial y que es sin embargo la diversidad y la condición nómada de las ideas las que otorgan riqueza al patrimonio cultural.

El rostro es una máquina blanda

Publicado originalmente en SalonKritik

Un rostro de por sí no es nada, como una fotografía de carnet; un soso retrato de nuestra apariencia, el recordatorio de que somos humanos; como decía Levinas: “el rostro del Otro hombre es lo que nos prohíbe matar”. También nos convierte en un “cualquiera”, una cara más, en un usuario más del espacio colectivo – suspendiendo toda expresión, como en el metro o en un ascensor. Pero basta una leve emoción para que ésta se refleje en el rostro estableciendo un lenguaje que puede resultarnos seductor, familiar o intolerable.

La configuración de un gesto puede ser tan veloz y efímera que ejerza un poder subliminal sobre la conciencia, y tan difícil de representar como la mismísima sonrisa de la Gioconda. La fotografía documental – por ejemplo Cartier Bresson, una cara tras una cámara- nos ayudó a fijar la expresión facial, comprender un fenómeno de variaciones sutiles que quizá Marey o Muybridge pensaran en fotografiar y tal vez más tarde desecharan por su poca relevancia científica.

Aunque ya presente en el teatro y otras formas de espectáculo, el cine, y especialmente el primer plano, introdujo la expresividad facial en nuestras vidas como una sutil arma de producción de conciencia. Nos ha dado un repertorio visual que se trata en realidad de un poderoso código que, más allá de las convencionales expresiones de aflicción o alegría, es capaz de producir sentido e interpretación.

La expresión conecta con el alma antes que cualquier otro signo. Diríase que es el reverso siniestro que es el reflejo de nuestra propia expresión en los otros. Un simple gesto aterrador lanza una imagen en la retina que se conecta con nuestro corazón y casi es capaz de hacerlo parar, congelarlo como mediante una pausa histérica que cortocircuita la insoportable conexión. Es posible cerrar los ojos pero el recuerdo del gesto nos bombardea incesantemente como si quisiera entrar en nuestra conciencia, instalarse definitivamente en ella, como una máscara. David Lynch es un maestro del rostro, como lo fue Stanley Kubrick. Hay algo en la sonrisa diabólica de Bobby Perú en Corazón Salvaje o de Jack Nicholson en El resplandor que parece querer devorarnos el alma.

A veces en la extrema producción de una expresión congelada hay algo que provoca terror y repulsión, e incita en nosotros un instinto salvaje, ultraviolento. La risa del Joker (en la versión del gran maestro del rostro Jack Nicholson) o la mueca sádica de Alex en La naranja mecánica. “Romperle la cara a alguien” o “borrarle la sonrisa de un guantazo” son dos frases que encarnan ese deseo anhelante de silenciar una mueca insoportable porque en realidad da miedo. Y nos da miedo porque en la inalterable persistencia del gesto hay una ocultación radical de la conciencia que nos impide leerla, interpretar sus emociones, empatizar con ella. Del mismo modo, en la expresión enajenada, en la carcajada histérica, tememos el contagio de la locura, la enfermedad del alma que convierte al rostro en el vívido reflejo de un desorden. Desconectado del alma y sin posibilidad de reconexión, y hace de la comunicación un laberinto del que deseamos salir a toda costa.

El rostro es una máquina blanda. La más leve alteración de los rasgos faciales de una persona es suficiente para transformar su operatividad. La parálisis con Botox de una mínima reacción expresiva basta para eliminar un universo de posibilidades y en cierta medida “deshumanizar” el rostro. Nuestra cara es un mapa, igual que las líneas de la mano. La arruga es la huella visible de un camino repetido miles de veces, borrarla supone eliminar una parte del mapa, es una cosmética del presente pero también del pasado. Pero pese a la cirugía, la cosmética o la transformación – Mickey Rourke o Cindy Sherman- aquello que nos hace íntimamente reconocibles, la secreta combinación muscular y nerviosa con la que marcamos a los otros y a nosotros mismos, sigue siendo un misterio.

Europa 2011

Publicado originalmente en SalonKritik

“You will now listen to my voice.You will want to wake up, to free yourself of the image of Europa. But it is not posible”. Lars Von Trier, Europa.

Toda una generación ha sido educada en torno a una imagen Europa de la que ya es imposible desprenderse.

Europa, como todas las identidades nacionales o supranacionalidades ha demostrado ser una mera imagen, un producto del poder para explotar riqueza material y humana. Mediante múltiples campañas y “proyectos culturales” se nos vendió Europa como un gran escudo protector que nos haría fuertes y competitivos económicamente, nos ofrecería ventajas insólitas a nivel laboral y nos otorgaría una nueva identidad moderna y prospera, el reverso intelectual y plural de la capitalista, desalmada cultura americana. El futuro está en Europa, nos decían.

Ahora nos damos cuenta de que todo era una fantasmagoría diseñada por la clase política y que las posibilidades laborales siguen ligadas a otras barreras o formas de exclusión mas sutiles e interesadamente sostenidas como son la lengua y la homologación oficial de títulos, diplomas y certificados de habilitación laboral. Por no hablar de la ausencia de convenios en los sistemas bancarios, redes telefónicas y un sin fin de materias de interés para los supuestos “ciudadanos europeos”, que son quienes en ultima instancia han pagado las medidas que han proporcionado ventajas a empresas y políticos. No así a los ciudadanos a los que tan sólo se nos ha concedido el titulo imaginario de un club con derechos imaginarios.

No sólo se ha pagado ese negocio privado llamado Europa con trabajo y dinero público, también se ha pagado colectivamente con moneda cultural. Hemos vivido el desmantelamiento o remodelación de instituciones como la Universidad adaptadas a planes como Bolonia, sistemas de créditos, masterización y privatización de la enseñanza con el fin de imitar modelos americanos pero cuyos contenidos difieren, permanecen sin homologar o carecen en definitiva de cualquier sentido práctico por mucho que esto sea el reclamo de dichos planes. Hemos vivido años en la inopia, creyéndonos bien guiados por el estado del bienestar cuando en realidad estábamos dando vueltas en círculo, como rueda de molino mientras otros cocían y se repartían el pan.

Desde la distancia, puedo ver nítidamente el desajuste de toda una generación, la mía propia, que se ha visto involucrada en proyectos falsamente humanistas de los cuales sólo atesoramos preciados recuerdos fragmentados y breves encuentros y amistades con otros europeos. Queridos extranjeros que han vivido también a su manera el tremendo desplazamiento -a la deriva- de nuestras culturas.

MELANCOLÍA (1y2)

He sentido de verdad que rompíais la atmósfera a mi alrededor, que hacíais el vacío para permitirme avanzar, para dar el lugar de un espacio imposible a lo que en mí estaba aún sólo en potencia, a toda una germinación virtual y que debía nacer atraída por el lugar que se le ofrecía. Antonin Artaud. El pesanervios.

1. Justine

Sólo nos queda la imaginación. Se aferra al mundo como un parásito a la sangre para llevársela fuera de él. Sangre imaginaria que brota en el hipocampo donde la memoria rompe en éxtasis, en delirio, en dulce locura, como un órgano post-humano que respira en un mundo que no existe.

El gran fin –la muerte del mundo- resulta intolerable. Ni la religión puede hacer mínimamente soportable no sólo nuestra propia desaparición sino la del mundo. Desquiciado y sin remedio es la fuente de todas las imágenes que sólo algo exterior a él, un planeta en aproximación, puede llegar a eclipsar, “Melancolía”, viajando -amenazante- en peligrosa cercanía orbital.

Suena Preludio de Tristan e Isolda de Wagner.

Melancolía no es una película sobre la depresión ni quizá sobre la melancolía. En una entrevista Lars Von Trier declara que las imágenes del film de algún modo se hicieron a sí mismas, él sólo puso a trabajar su experiencia y sus ideas pero en lugar de resultar un film sobre la depresión, éstas cobraron un carácter romántico en el sentido clásico; en la puesta en escena de un amor imposible y que transgrede el sentido común. Como el amor de Ann por King Kong, Justine se enamora de algo enorme, de tamaño tan desproporcionado que hace de la relación algo inhumano, se trata nada más y nada menos que de un planeta que se acerca a la tierra, el planeta Melancolía. Un baño de luna melancólica es el único gesto amatorio que éste puede ofrecer, el resto solo es promesa de destrucción definitiva.

Es la tragedia de un amor imposible, enloquecedor como el amor hacia un mundo imaginado, inventado por nervios hipersensibles, el hermoso fracaso que ha escrito tantas páginas de literatura y arte. Alonso Quijano, pero también Werther, Lenz, Lord Chandos… fascinados por la eléctrica cualidad del lenguaje que delira y se escurre del mundo, no hallando jamás reposo sino brotando incesantemente como lava que abrasa la conciencia.
La melancolía, el mundo de la imaginación – más grande, más poderosa y seductora que la realidad mundana y común. Una experiencia construida por imágenes en flujo, imágenes afección, oleadas de calor y de frío, que nadie más padece, dolor donde debería de haber placer, goce donde debería de haber sufrimiento.
El planeta Melancolía se acerca a la tierra. Es ese lugar cuya atmosfera es favorable para los nervios hipersensibles, el lugar inhabitable que en última instancia engulle lo real y se instaura como única nada, único paraíso donde la conciencia se evapora como un ideal que nunca tuvo lugar y la pura energía que nos mantiene en pié vuelve al cosmos, el hogar del anti-lenguaje -el rugido enloquecedor del tiempo. Sin nada más que poder hacer al respecto esperamos sentados a la colisión.
“Entonces todo esto parecerá bien, y ya no tendré necesidad de hablar” Ibid.

2. Claire

El tiempo que no será duele en nuestro pensamiento. El gran proyecto se esfuma en un instante y no deja nada más que estelas evanescentes de las vidas posibles, de los recorridos que proyectamos hacia el futuro porque era natural hacerlo. La enfermedad melancólica es un mal de estancia, de permanencia en la burbuja que proyecta esos mundos. Todo avanza con lentitud de planeta pero con su misma potencia inconmensurable. Lo que nosotros llamamos destrucción otros lo llaman acontecimiento. Es final pero también origen.
Claire intenta desesperadamente escapar de lo inescapable, reunirse con sus semejantes, aquellos con proyectos que serán también aniquilados en la catástrofe. Quiere sentir que es posible hacer algo para escapar de lo inevitable, que algún milagro ocurrirá. Este sentimiento es la religión. La hierba húmeda y resbaladiza, la falta de electricidad, lo abrupto del territorio le impide desplazarse para llegar a la ciudad. La misma naturaleza del mundo nos recuerda brutalmente que somos meros inquilinos y que el acontecimiento tendrá lugar independientemente de nuestros anhelos melancólicos.

Sarah Sze, metafísica de Nueva York

Originalmente en Salon Kritik

Está a punto de terminar la exposición de Sarah Sze en la Tanya Bonakdar Gallery de Nueva York. Sin duda lo más espectacular de su obra es la impresionante taxonomía de objetos cotidianos, pequeños desperdicios de la sociedad de consumo, ordenados de tal modo que parecen conformar un sistema autónomo, un objeto de por sí, una máquina.

Lo que en “Der Lauf Der Dinge de Fischli & Weiss” era puro suspense, en las instalaciones de Sze es más bien suspensión. Todos los especimenes, los microcontainers de los productos que utilizamos en nuestro día a día como cajas de cerillas, cartones de leche, botellas de plástico, así como materiales de desperdicio de la construcción como ladrillos, recortes de madera, trozos de cable, etc. se exponen -como muestrario de un supermercado de la basura- iluminados con flexos y leds integrados sobre estanterias que penden del techo y de otros objetos pesados en un equilibrio inestable pero aparentemente seguro, puesto que se permite al espectador rodear la obra y acercarse a ella sin marcar ningún tipo de distancia. El resultado cobra la forma del montaje de un “efecto mariposa” que jamás llega a ser activado, que esta sujeto a sí mismo o que puede activarse en cualquier momento, en cualquier dirección.

Entendemos las grandes instalaciones de la exposición como alegoría del sistema de intercambio comercial de una ciudad donde todo se compra y se vende. Todo, hasta los desperdicios, se reciclan en la cadena de compra venta hasta que su valor es prácticamente nulo. Es con estos objetos con los que Sze crea sus obras otorgándoles un valor especifico como formas útiles, pero más allá de una función meramente práctica, cobran un carácter casi metafísico, como la cinta adhesiva azul trazando un angulo desde las paredes de la sala y que nos dirige a las instalaciones en lo que parece el dibujo de una coordenada espacial.

Además de lo fascinante que resulta esta ética de los materiales donde no hay nada nuevo sino que todo ha sido renovado por la artista -repintado o recreado con yeso o papel (aunque sin el acabado industrial de las obras de Thomas Demand)- hay un componente poético que resulta más interesante si cabe y que se observa en piezas de menor dimensión, que se encuentran en el camino hacia las salas. Como los dos marcos de bicicleta anclados a un poste, imagen habitual en las calles de Nueva York -donde se despoja de nuevo al objeto de todos los atributos comerciables- y que, sacados de contexto, nos recuerdan a dos esqueletos, a dos amantes unidos para siempre. O la más modesta aun, y que casi pasa desapercibida, cadena de bicicleta anclada a la escalera y pintada de metal que se descascarilla formando una estela, como espíritu que quiere escapar finalmente.

TODAS LAS VIDAS, MI VIDA /SYNECDOQUE NEW YORK

Originalmente en SalonKritik

“El cielo aquí es muy extraño. A menudo tengo la sensación cuando lo miro de que se trata de una cosa sólida, que nos protege de lo que hay detrás. ”

Paul Bowles. El cielo protector.

Todo es texto. Cuando escribo se teje la alfombra, el background, el salvapantallas de mi conciencia. Lo que hay detrás es un lugar en el que nunca se puede realmente estar, ni tampoco ser. “I am not there” escribía Bob Dylan; well, certainly not.

Por eso, sentir la alfombra en mis pies me hace sentirme vivo, aquí, aunque de algún modo siga en mi el impulso de correr la cortina lyncheana. Tal vez porque la sensación está hecha de algo tan efímero como el contacto on y off. Tal vez porque no hay tiempo para vivir todas las sensaciones del mundo. Ni aunque viviésemos eternamente.

La experiencia genera experiencia. El texto produce texto; como en Synecdoche New York (estrenada en España recientemente comoTodas las vidas, mi vida) de Charlie Kauffman. La imposibilidad de la singularidad radical produce el delirio textual que nos intenta definir constantemente, pero el procedimiento de autodefinición es infinito, como el cielo, como el screen del ordenador. Crece en horizontal por falta de espacio y jamás podremos contemplarlo como totalidad única. En el film, como mapa borgiano, el mapa del plató de una obra teatral en Nueva York se convierte en el mapa de la propia ciudad de Nueva York. Dentro de ese escenario la cuestión con la que el director de la obra se enfrenta es cómo cerrar conceptualmente la singularidad de una sola vida dentro de un panorama de narrativas infinito y en expansión (horizontal). Una vida en la que todos los recuerdos se revelan como signos de unión con otras personas, con otras vidas. La sensación de soledad nace cuando nos damos cuenta de que esos recuerdos fueron sólo nuestros, que los otros ni siquiera los recuerdan, o que el mismo recuerdo, según quién viviese los acontecimientos, tiene lecturas múltiples y en muchos casos extremadamente divergentes a la nuestra.

La obra de teatro perfecta no es ya entonces en la que el director define sus recuerdos y selecciona a los protagonistas para dar cuerpo a la ficción sino aquella en la que la ficción, la puesta en escena de las vidas con las que se ha ido tropezando, con sus propios recuerdos, da las pautas al director de cómo vivir la suya propia, en tiempo real. Es entonces cuando todo cobra sentido (o mejor dicho, lo pierde de una vez por todas), cuando la ansiedad por encontrar el título definitivo que selle toda una existencia se nos impone de nuevo, como el nombre propio que nos dan al nacer y que está siempre ahí, en texto legal, hasta el final de nuestras vidas. Podemos intentar esconder ese nombre, despistarlo mediante seudónimos o intentar engrandecerlo a través de nuestra obra pero al final es sólo un nombre, cuya elección carece a menudo de significado.

Lo que denominamos “nuestra vida”, nuestra biografía, es una configuración textual, una pura ficción cuya narrativa como figura central está en crisis. El modelo central, el protagonista, se descentra en todas las vidas con las que entra en contacto generando microrelatos en los que no hay ya Main Stars, estrellas principales, sino una constelación desjerarquizada, un cielo opaco, que como dice el Paul Moresby del libro de Bowles “nos protege de lo que hay detrás”. Un algo, un mismo cielo, todas las vidas, sin sentido pero de las que formamos parte ineludiblemente en un perpetuo nada aún y que nos protegen de ese nada nunca que hay detrás.