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Ryuichi Sakamoto: CODA

En las escenas iniciales de la película Ryuichi Sakamoto CODA podemos ver al músico y compositor sentado en un piano rescatado del tsunami de 2011 en Japón. De alguna manera las notas de ese maltrecho piano suenan como un quejido o quizá más bien un aullido primario, un “primal scream”. El eco de un sonido preconceptual, la música salvaje del universo.

Ya en su estudio de Nueva York, sentado a un flamante piano Steinway & Sons, el músico habla del increíble esfuerzo y coste para producir industrialmente uno de esos instrumentos, de cómo la madera ha de ser sometida a tremendas presiones, ser forzada a curvarse en una cierta forma, los metales tensados a una cierta presión. Todo ello para cumplir con los cánones armónicos de nuestra cultura. Y sin embargo, a pesar de la sofisticación tecnológica de tal proceso, el piano se desafina al cabo de un tiempo manifestando una tendencia de retorno de los materiales a su forma natural, a su propia armonía fuera y ajena a los cánones humanos; un regreso al  lugar preconceptual del sonido.

En otra escena vemos a Mr. Sakamoto hablando sobre su lucha contra el cáncer y podemos ver similitudes con la ética de cuidado del instrumento que es característica en un músico: “Sería una pena no extender mi vida si puedo hacerlo”, dice. En el hiato que le ha impuesto el cáncer vigila su forma física y su dieta minuciosamente, manteniéndose alejado del trabajo, de todo aquello que puede forzar a su cuerpo e inducir una recaída.

Pero finalmente se ve tentado por una energía que para él posee más valor que el propio instrumento, éste no es sino un artefacto, un cuerpo de resonancia emocional. Del mismo modo en que la madera del piano está en permanente tensión hacia el caos desatado y primigenio del sonido en estado puro, Sakamoto termina sucumbiendo a la su propia naturaleza como músico para rendirse al sonido, para convertirse en su conductor – no en vano, director de orquesta en inglés se dice “conductor” –  que entiende al mundo entero como una fuente inagotable de música y a la frágil y efímera estabilidad de las notas de un piano (la misma que la de las imágenes que producimos o de las palabras que escribimos) como la alegoría perfecta de nuestro propio ser en el mundo.

La Petite Morte

La Petite Morte - David García Casado, 2001

La Petite Morte – David García Casado, 2001

Dice Bataille en una de las frases que encuentro más hermosas, cuando se refiere a la muerte: “Sólo podemos juntos y en común sentir el vértigo de este abismo. Puede fascinarnos.”

La muerte como evidencia de lo discontínuo del ser. Discontínuo, en última instancia, de su propia consciencia. Al igual que esos pedazos de nuestro cuerpo, segregados o cortados. Una máquina de corte, apunta Deleuze cuyo primordial acto es la disociación, una observación exterior que produce abismo, la tremenda distancia que separa lo sensible de lo objetual. Tan sólo podemos sentir juntos y en común ese vértigo que articula lo real, que lo retiene disponiéndolo en medidas y a la vez su tentación: una llamada del abismo que es recuerdo de la unidad pérdida, un eco que refiere a esa pérdida y que sólo la muerte puede acallar, para silenciar finalmente la demanda de continuidad del ser.

He aquí pues lo erótico como impulso de muerte, como instante de “petite morte” que, si bien no resuelve la discontinuidad, permite un desliz del ser que provoque ese lapso de consciencia -espacio de fisicidad radical en despliegue. Probablemente un espacio de silencio mutuo convocado por estricta necesidad, por una experiencia cuyo sentido no es asignable sino que se disipa pues la lectura ya no persigue fin sino deriva, delirio, balbuceo o gemido. El texto ha desaparecido para convertirse en imagen sensible. Un balanceo en el abismo que impide la caida en lo real puro o en lo imaginario puro

MELANCOLÍA (1y2)

He sentido de verdad que rompíais la atmósfera a mi alrededor, que hacíais el vacío para permitirme avanzar, para dar el lugar de un espacio imposible a lo que en mí estaba aún sólo en potencia, a toda una germinación virtual y que debía nacer atraída por el lugar que se le ofrecía. Antonin Artaud. El pesanervios.

1. Justine

Sólo nos queda la imaginación. Se aferra al mundo como un parásito a la sangre para llevársela fuera de él. Sangre imaginaria que brota en el hipocampo donde la memoria rompe en éxtasis, en delirio, en dulce locura, como un órgano post-humano que respira en un mundo que no existe.

El gran fin –la muerte del mundo- resulta intolerable. Ni la religión puede hacer mínimamente soportable no sólo nuestra propia desaparición sino la del mundo. Desquiciado y sin remedio es la fuente de todas las imágenes que sólo algo exterior a él, un planeta en aproximación, puede llegar a eclipsar, “Melancolía”, viajando -amenazante- en peligrosa cercanía orbital.

Suena Preludio de Tristan e Isolda de Wagner.

Melancolía no es una película sobre la depresión ni quizá sobre la melancolía. En una entrevista Lars Von Trier declara que las imágenes del film de algún modo se hicieron a sí mismas, él sólo puso a trabajar su experiencia y sus ideas pero en lugar de resultar un film sobre la depresión, éstas cobraron un carácter romántico en el sentido clásico; en la puesta en escena de un amor imposible y que transgrede el sentido común. Como el amor de Ann por King Kong, Justine se enamora de algo enorme, de tamaño tan desproporcionado que hace de la relación algo inhumano, se trata nada más y nada menos que de un planeta que se acerca a la tierra, el planeta Melancolía. Un baño de luna melancólica es el único gesto amatorio que éste puede ofrecer, el resto solo es promesa de destrucción definitiva.

Es la tragedia de un amor imposible, enloquecedor como el amor hacia un mundo imaginado, inventado por nervios hipersensibles, el hermoso fracaso que ha escrito tantas páginas de literatura y arte. Alonso Quijano, pero también Werther, Lenz, Lord Chandos… fascinados por la eléctrica cualidad del lenguaje que delira y se escurre del mundo, no hallando jamás reposo sino brotando incesantemente como lava que abrasa la conciencia.
La melancolía, el mundo de la imaginación – más grande, más poderosa y seductora que la realidad mundana y común. Una experiencia construida por imágenes en flujo, imágenes afección, oleadas de calor y de frío, que nadie más padece, dolor donde debería de haber placer, goce donde debería de haber sufrimiento.
El planeta Melancolía se acerca a la tierra. Es ese lugar cuya atmosfera es favorable para los nervios hipersensibles, el lugar inhabitable que en última instancia engulle lo real y se instaura como única nada, único paraíso donde la conciencia se evapora como un ideal que nunca tuvo lugar y la pura energía que nos mantiene en pié vuelve al cosmos, el hogar del anti-lenguaje -el rugido enloquecedor del tiempo. Sin nada más que poder hacer al respecto esperamos sentados a la colisión.
“Entonces todo esto parecerá bien, y ya no tendré necesidad de hablar” Ibid.

2. Claire

El tiempo que no será duele en nuestro pensamiento. El gran proyecto se esfuma en un instante y no deja nada más que estelas evanescentes de las vidas posibles, de los recorridos que proyectamos hacia el futuro porque era natural hacerlo. La enfermedad melancólica es un mal de estancia, de permanencia en la burbuja que proyecta esos mundos. Todo avanza con lentitud de planeta pero con su misma potencia inconmensurable. Lo que nosotros llamamos destrucción otros lo llaman acontecimiento. Es final pero también origen.
Claire intenta desesperadamente escapar de lo inescapable, reunirse con sus semejantes, aquellos con proyectos que serán también aniquilados en la catástrofe. Quiere sentir que es posible hacer algo para escapar de lo inevitable, que algún milagro ocurrirá. Este sentimiento es la religión. La hierba húmeda y resbaladiza, la falta de electricidad, lo abrupto del territorio le impide desplazarse para llegar a la ciudad. La misma naturaleza del mundo nos recuerda brutalmente que somos meros inquilinos y que el acontecimiento tendrá lugar independientemente de nuestros anhelos melancólicos.