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Lo que aparece, lo que desaparece y lo de toda la vida.

Un pensamiento que nos inquieta. En el momento que pretendemos introducir un elemento cultural dentro de una esfera social determinada nos preguntamos: ¿Perdurará? O, más bien, ¿perduraremos? Y, también, ¿podrá lo que introducimos tener una repercusión que perdure en el tiempo, que marque un tiempo compartido por un grupo de personas de una misma generación?

No es, ni mucho menos, nuestra voluntad ni nuestra pretensión introducir un producto que alcance tal grado de resistencia al olvido, pero si plantearnos qué es o qué ha sido necesario para que ciertos fenómenos cuajen como referentes culturales y a que interés sirve su mantenimiento para producir “efectos generacionales”.

I’m not trying to cause a b-big s-s-sensation (Talkin’ ’bout my generation)

I’m just talkin’ ’bout my g-g-generation

“Espero morir antes de llegar a viejo” rezaba el My generation de The Who. Nos preguntamos si no sea esa voluntad de evanescencia, la asunción radical de la desaparición y del olvido la que paradójicamente posibilite su perduración como elemento heroico de la cultura. Si bien, nuestra esfera mediática actual se encuentra a años luz de la de los años 60. Hoy por hoy se ha aprendido a sacar provecho de lo radical  como emoción efímera, como actitud prestada y las únicas actitudes auténticamente radicales, que arriesgan los valores que la cultura a favor de decisiones éticas inapelables, parecen carecer de un formato estético digerible por nuestros estándars visuales y su estética ha de ser suavizada con elementos “cool” –absolutamente figurativos- para poder ser tratadas, utilizadas o afirmadas como elementos culturales.

Nos inquieta entonces la idea de un sujeto que sea “nadie”, la de nuestra posible condición de “nadie de la cultura” o “nadie de lo social”. Su mera denominación ya hace imposible su existencia, su calificación nos otorgaría de por sí ya una presencia, un compromiso con lo público (esta idea de compromiso es la que más nos inquieta, ¡cuantos compromisos rotos por ambas partes!) He aquí un canto a todos los nadies de la cultura, a todos los que no necesitan de aceptaciones simbólicas, ni testimonios públicos, ni fe o maquillaje socio cultural de ningún tipo, sino tal vez el reconocimiento mudo de la transitoriedad de lo real. No hay redención, no hay gnosis, los gestos son explicaciones en sí mismas y las palabras carcasas de tiempo. Somos la enfermedad y la cura; el interior y el exterior de la cultura.

Publicado en SINO. Gijón, 2005.

LOS AÑOS BLANDOS

Ya no puedo pensar lo que quiero. Las imágenes movedizas sustituyen a mis pensamientos”
Georges Duhamel *
Me despierto, casi sobresaltado, con un pensamiento suministrado por el desvelo del sueño como si se me revelase una verdad que parece que hace tiempo hubiera olvidado. Se trata de una sensación abstracta, relativa al tiempo en el que vivimos y que, cual representación daliniana, me hace sentir la experiencia cultural actual como algo blando y sobre todo caracterizada por una profunda carencia de contenido.
Me hace pensar en los años en los que empecé a estudiar y cómo los discursos sobre la crisis del sujeto seguían teniendo absoluta vigencia en las exposiciones artísticas de aquellos años (mediados de los 90). En cómo lo filosófico y lo político en relación con el sujeto post-moderno definían el sentido de lo cultural otorgándole una relevancia específica (que, por otro lado, nunca fue suficiente, ni mucho menos) y unos, podríamos decir, “requisitos mínimos” a la hora de plantear una manifestación artística.
Hoy en día, el problema filosófico del sujeto parece haberse resuelto, pues nadie ya cuestiona su estatus. Pero no por haber muerto, como proclamara la postmodernidad. El sujeto es hoy un ente diseminado en individualidades diferenciales. Vive, pero lo hace aislado, pues los que se ha destruido no es la idea de sujeto sino los vínculos filosóficos, políticos y materiales –en sentido marxista- que propiciaban la identificación con otros sujetos y por tanto la producción de soluciones simbólicas, de obras de arte con alto contenido revolucionario.
El sujeto contemporáneo es un sujeto múltiple y diferencial pero no siguiendo el modelo deleuze-guattariano del rizoma sino enraizado, como retorno edípico, al padre capital y a su lógica de afinidad temporal rentable. La filosofía, la política, el discurso, han cedido ante lo tecnológico y su producción narcotizante de imágenes. Es por esto que cada vez hay menos filósofos interpretando los movimientos sociales contemporáneos, que éstos han cedido tribuna analítica a psicólogos, científicos e incluso diseñadores de moda.
Es ciertamente increíble observar como la calidad de la imagen ha sustituido al contenido cobrando una autonomía inaudita en la definición del valor de los productos artísticos. Todo es imagen con breve fecha de caducidad. Comparemos por ejemplo cualquier película de Fassbinder con A single man de Tom Ford, por citar dos películas que problematizan la sensibilidad homosexual diferencial. El preciosismo de la segunda cobra relevancia como obra de arte pero al poco tiempo se convierte en pastiche inoperativo. La obra de Fassbinder por otro lado deja a un lado lo estético como resultado de una puesta en obra de lo político. Resulta paradójico que sea esta estética la que prevalezca y se reutilice en obras de arte y música actuales y que sea lo político lo que se deseche ahora como pastiche.
Esta penosa lógica de adscripción estética reina en casi todos los ámbitos de la producción artística actual. Desde la programación de los museos a la elección de figuras emergentes al diseño de los contenidos editoriales todo esta mediatizado por una lógica de pertinencia estética dictaminada por unos principios tan sumamente evidentes que resultan indignantes. Entre ellos:
-La fe ciega a los dispositivos neotecnológicos
-La información (cuanta más mejor) de todo lo que aparece o puede aparecer en el mercado.
-La juventud (id est – potencialidad para ser manipulado)
Que nadie hable aquí, ni que se le ocurra, del problema del sujeto (a riesgo de ser tachado de majara).
No se, quizá hay algo de nostalgia en este sueño vespertino que intento relatar, pero también hay reclama profunda, no soy el único que lo hace, de obras que vuelvan a instaurar, a recuperar, si se quiere, unos principios que en cierto momento parecieron quedar asentados como claves en el fenómeno artístico y éstos pasan por la crítica de cualquier posición blanda ante la experiencia. El tiempo, el sujeto, la muerte, lo político (más importantemente quizás que nunca) siguen siendo temas irresolutos, tal vez irresolubles, pero que desde mi punto de vista son los únicos a través de los cuales el arte puede recuperar valor alguno como herramienta de conocimiento profundo.

Eremitas de cuarto

Publicado originalmente en SalonKritik

Speeding motorcycle, won’t you change me? / In a world of funny changes / Speeding motorcycle, won’t you change me?

La voz de Daniel Johnston* suena en el cuarto acompañada de una básica melodía propia de un jingle televisivo o de una serie de dibujos animados, la banda sonora de las aventuras del fantasma Casper, por ejemplo, que es el alter ego de Daniel. Hay algo tan dulce en la canción, Speeding motorcycle, pero también tan psicodélico, algo que se agarra al placer de la suavidad sintética, onanista, de la manta del cuarto que nos protege de un mundo frío, adulto y sin música.

En el cuarto están los juguetes, las imágenes, los instrumentos que nos permiten recrear la banda sonora de nuestros sueños más salvajes, que a veces son también los más inocentes, y pretender que nos comunicamos con nuestros ídolos musicales, aprendiendo los acordes y haciendo melodías sobre sus canciones. Crecimos con los ritmos infinitos de los casiotones y las guitarras que nos regalaron en la primera comunión, creíamos que seríamos capaces de vivir en la burbuja outsider de nuestros juegos mentales, de nuestros pequeños placeres, carentes de la agresividad reivindicativa de nuestros antepasados, inexplicables y tal vez inútiles como forma de protesta, pero protestas al fin y al cabo contra la aburrida asimilación de lo real. Para nosotros lo real era abrupto, intragable, como unas lentejas frías y sobre todo carente de imaginación. Los cantautores eran, son, ridículos narradores de un mundo al que nunca pertenecimos, los problemas eran sencillamente una forma de angustia repetida como amenaza permanente de nuestro mundo, de la adorable fragilidad de nuestra conciencia.

Las canciones para nosotros no estaban hechas de palabras con sentido sino de frases que expresaban la fugacidad imperativa de nuestras necesidades “¿Qué puedo hacer?”, “Viaja por países pequeños”, “pon tu mente al sol”, “córtate el pelo”… soluciones que no lo son, porque adorábamos las preguntas y desconfiábamos de las soluciones; nos daban vergüenza ajena. La sabiduría de viejo no era aún para nosotros, la tuvimos que reconocer a fuerza de realidad.

Todavía somos eremitas de cuarto, inadaptados sociales salidos de una película de Harmony Korine, adoradores de las historias que hurgan en lo más sórdido, en lo siniestro freudiano, en las palabras más dulces pero que pueden llegar a asustar. Queremos vivir en el instante más salvaje, aquel que no nos obliga a ser, queremos ser cabezas borradoras. Devotos de lo fi y la insondable extensión de las partículas magnéticas. Felices cuando llueve porque el paisaje desde nuestro cuarto se convierte en más bello, más distante, realidad saturada, ruido blanco en el cristal de la ventana.

‘Cause we don’t need reason and we don’t need logic
We’ve got feeling and we’re dang proud of it
Speeding motorcycle…

Dedicado a Nacho

 * El miércoles pasado Daniel Johnston dio un concierto en Casa Encendida donde actualmente se presenta una exposición de su obra.