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Relámpago permanente

“La realidad, sí, la realidad,

ese relámpago de lo invisible

que revela en nosotros la soledad de Dios […]

La realidad, sí, la realidad:

un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo.”

Olga Orozco. “La realidad y el deseo”.[1]

En ningún lugar el silencio absoluto de la luz, la opacidad negra del mundo. En ningún lugar la noche pura, el universo inverso del ser. En ningún rincón la ausencia acabada de la luz, la noche absoluta, el silencio. En ningún lugar oscuridad pura.

José Luis Brea. “Idea de claridad”.[2]

¿Quién posee la lucidez permanente, quién tiene la facultad de generar y mantener una claridad que lo llene todo? Porque incluso el relámpago sucede en un solo instante, no hay permanencia de luz, es demasiado veloz incluso para poder cegarnos. ¿Quién entonces podría desplegarse como un relámpago permanente, ilimitado, que todo lo ilumine? ¿Acaso Dios? Y en esa permanencia, ¿no nos resultaría invisible precisamente por su carácter continuo, sin cortes, sin interrupción?

“En ningún lugar la noche pura”. En ningún lugar la posibilidad siquiera del silencio, de evitar la intoxicación lumínica del mundo causada por el fulgor incesante, inagotable de la experiencia de los hombres.

Esfuerzos titánicos de la humanidad para producir un corte en esa capa invisible pero que todo lo permea. Esfuerzos físicos, metafísicos, humanos e inhumanos para hacernos visible el relámpago de lo real, de su luz absoluta (o deberíamos decir oscuridad) y poder atisbar la soledad de Dios. Por poner un ejemplo, la imagen de Abraham acercando el cuchillo al cuello de su hijo Isaac; los actos más atroces serían intentos desesperados de provocar una manifestación de lo invisible en esta corteza que conocemos como realidad y así quizá poder llegar a saber que, de algún modo, ésta nos ilumina secretamente, oscureciendo aunque sea por un instante a lo que va quedando del mundo, al resto de los mortales. Pretender que en lo más profundo de nuestra ceguera, vemos.

“¡Qué me importaba el sempiterno ‘tú debes, tú no debes’! ¡Cuán distintos el relámpago, la tempestad, el granizo, que son poderes libres, sin ética! ¡Qué felices, qué fuertes son, voluntad pura, sin perturbaciones por causa del intelecto!”[3]. Relámpago, tempestad o granizo: hay algo en la energía de la destrucción que nos resulta fascinante. La belleza jovial de unos fuegos artificiales que también encontramos en el despliegue mortal de un bombardeo y su espectáculo de luces asesino. La última experiencia que tendríamos ante la visión de un hongo nuclear probablemente sería la del éxtasis, una fascinación por el abismo. La imagen total, permanente, como suspensión final del sentido.

“En el territorio del que nos ocupamos el conocimiento solo ocurre al modo del rayo. El texto es el trueno que a continuación redobla.”[4] Algunos nos conformamos con ser testigos de la manifestación efímera del relámpago. Pero no olvidemos que el relámpago es un viaje de ida y vuelta. No podemos guardarlo, no nos pertenece. El rayo toca tierra y regresa a su origen por el mismo canal, a la velocidad de la luz. En su regreso produce el trueno, que es lo único que nos queda de ese brevísimo momento de iluminación, poco más que un eco, la resonancia de un momento de claridad.

“Era impredecible el mundo de las realidades que a él le importaban”, escribe Max Brod sobre su amigo Franz Kafka.[5] Algunos, los más efímeros[6], tienen la capacidad de producir relámpagos: breves momentos, tan breves que puede uno perdérselos en un abrir y cerrar de ojos. Instantes en los que el lenguaje, o deberíamos decir el sentido, lo ilumina todo. Fogonazos en los que, como escribía Burroughs, vemos lo que tenemos en la punta del tenedor, y de algún modo comprendemos lo irracional de un mundo construido enteramente a ciegas.

Este es el regalo, o quizá la maldición: la capacidad de ser rayo, de ver por un instante, pero no poder vivir después en ese mundo que hemos atisbado, y tener que volver siempre de nuevo a una realidad imperfecta que hemos construido “de oído”, a partir de los truenos incesantes de la historia de nuestra civilización. Y saber que el conjunto de la actividad que realiza después todo ejercicio de representación para reconstruir las imágenes del mundo iluminado, de ese breve destello de divinidad, no hacen más que añadir más ruido y más confusión, como las sombras de la caverna platónica, como estrellas que vemos pero que ya no existen más, como sueños que parecen más reales que la propia realidad pero que no podemos tocar, ni tampoco mirar, pues cuando lo intentamos desaparecen, como Eurídice se esfumó ante Orfeo, para regresarla al inframundo, devolvernos a la ceguera, como un sello de clausura sobre las puertas del deseo.[7]

* Gracias a María Virginia Jaua por la edición y publicación de este texto en CAMPO DE RELÁMPAGOS

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[1] Olga Orozco, “La realidad y el deseo” En: Mutaciones de la realidad,1979. http://www.poesi.as/ooxx-016.htm

[2] José Luis Brea. En Salonkritik. http://salonkritik.net/10-11/2012/05/idea_de_la_claridad_jose_luis.php

[3] “Was war mir das ewige »Du sollst«, »Du sollst nicht«! Wie anders der Blitz, der Sturm, der Hagel, freie Mächte, ohne Ethik! Wie glücklich, wie kräftig sind sie, reiner Wille, ohne Trübungen durch den Intellekt!” Friedrich Nietzsche. Carta de abril de 1866 a Carl von Gensdorff.

[4]  “In den Gebieten, mit denen wir es zu tun haben, gibt es Erkenntnis nur blitzhaft. Der Text ist der langnachrollende Donner.” Walter Benjamin. Libro de los pasajes [N 1, 1].

[5] “Unabsehbar war die Welt der für ihn wichtigen Tatsachen.” En Walter Benjamin, “Franz Kafka”, GS II.2, p. 419.

[6] “nosotros los póstumos, nosotros los más efímeros”. Jose Luis Brea. http://salonkritik.net/10-11/2010/08/los_ultimos_dias_jose_luis_bre.php

[7] Op. cit., Orozco.

Hacia la pintura por la palabra (II)

“¿No era ello, el verbo, lo que siempre se ha pintado – lo que siempre se ha intentado pintar? ¿Qué, sino esa voz que nombra el mundo, en lo trazado por el pincel se imaginaba haber?”

José Luis Brea. Idea de claridad: la voz de la pintura. En “El cristal se venga”.

“Existen buenas razones para que todo lo que vemos en la naturaleza exterior sea ya en nosotros escritura, algo así como una especie de lenguaje de signos que, sin embargo, carece de lo más esencial, la pronunciación, la cual el hombre debe haberla recibido de alguna otra parte”

Franz von Baader. Citado en “El origen del Trauerspiel alemán” de Walter Benjamin.

Si, hay una vuelta a la pintura, pero por que no habría de haberla. Mas allá de su condición de objeto único, favorable en el sistema del arte como elemento de especulación y símbolo de poder, la pintura per se es ejemplo emblemático de una “pulsación estilística” que puede extrapolarse, en las artes y en general, como una forma de extensión táctil hacia el mundo y la organización de sus signos. Esta pulsación estilística es el modo en que los hombres se hacen uso de las artes y sus técnicas para nombrar, a su manera, lo que contemplan y lo que sienten, con la voluntad -a menudo ilusoria- de que la lectura de lo que en su tarea producen haga sonar en nosotros la “melodía” de la experiencia.

En verdad, cuando uno pasa por alto los efectos representacionales de una pintura y mira con atención la pura superficie pictórica, deja de buscar la imagen para encontrarse con procedimientos de inscripción más cercanos a la producción de trazo de la escritura. Es en realidad esta pulsación estilística de la mano – o sus formas intencionales de ocultarla-  la que nos interesa como creadores en tanto en que partitura técnica, pero también en tanto como ejercicio alegórico de apelación a un cuerpo que se quiere nombrar, a un verbo, como lúcidamente detectó José Luis Brea. La imagen como totalidad o compendio de formas es indudablemente útil para un analista de los símbolos, para un historiador de las formas de representar el mundo. Pero todo estudio de la imagen es incompleto si pasa por alto la condición escritural de las imágenes, el modo particular (apelativo) con el que el pintor aplica pigmento en superficie con la voluntad de nombrar lo real. Las formas de aplicar el pigmento, de inscribir, de cortar, de borrar, de cerrar o dejar abierto el poro del lienzo, etc… constituyen la gramática de un procedimiento alegórico con el objeto de nombrar la experiencia y que solo algunos pintores -independientemente de su virtuosismo o “genética visual”- son capaces de dominar y a los que podemos llamar Maestros. Representar no es para ellos simplemente una traducción de la imagen mental en el lienzo sino una reproducción otra del lenguaje de las formas, una manera de expresar comprensión de los efectos que la realidad de las formas produce en el momento en el que “los objetos nos perciben” (Paul Klee. Diarios).

Una exposición retrospectiva de la obra del Maestro de la pintura Giorgio Morandi en David Zwirner Gallery de Nueva York[i] revela este proceso ya no de captura sino de aprendizaje y puesta en acción de la gramática de lo visual. El uso por parte de Morandi de los mismos referentes: botellas, vasijas, etc. y el hecho de que muchas de ellas fueran simples maquetas de fabricadas como “dummies”, meros moldes sin mas función que la de servir como modelos, nos da a entender cómo la realidad en muchas ocasiones no sirve como referente, está tan contaminada por un uso práctico que impide ver la condición escritural del mundo de los artefactos. El término pictórico “naturaleza muerta” se encuentra aquí definido con precisión: una colección de objetos que han fallecido como elementos prácticos del mundo para destinarse al trabajo pictórico. Para Morandi el hecho de la repetición de los mismos objetos, en diferentes configuraciones y proximidades, denota que hay una supresión de lo simbólico, del elemento “vanitas”. Una voluntad de comprender lo real y reescribirlo en el lienzo, como la escritura de una partitura que, ejecutada – en su propia realización, pero también en las huellas que permiten apreciar su recorrido-, se convierte en experiencia.

Esta “gramática de lo visual” se observa quizá con mayor claridad en los pliegues de las formas, en la línea rota que explica el volumen imperfecto de una vasija o una pieza de fruta, en la transición de un claroscuro… Los mejores pintores, los Maestros, no son entonces quienes hacen gala del hiperrealismo y sus formas de “esconder la mano” sino quienes permiten e incluso utilizan la torpeza, el tartamudeo de nuestras formas de representar. Es ahí donde se hacen mas patentes las maneras de hacer visible o de ocultar nuestro deseo de nombrar lo real, de escribirlo alegóricamente como una llave que nos da acceso a una experiencia profunda más allá de la retina, a una experiencia de conocimiento.

[i] Giorgio Morandi. Zavid Zwirner Gallery. Nueva York. 6 de Noviembre a 19 de Diciembre del 2015

El fantasma de James Lee Byars

–Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
–La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
–Iré a verlo inmediatamente.

Borges. El Aleph

De todas las piezas de la exposición “James Lee Byars: 1/2 an Autobiography”* en el MoMA PS1 de Nueva York la que nos resulta mas enigmática es El fantasma de James Lee Byars [1], que consiste en una sala completamente oscura que el espectador ha de atravesar, cruzar hasta que adivine la salida en el extremo opuesto. En toda la sala nada hay que ver, ningún sonido o ningún elemento perceptivo compone la pieza. Aun a sabiendas de que estamos en el espacio vigilado de un Museo nos resistimos a entrar; el instinto nos advierte de los peligro de la oscuridad absoluta y nuestra primera reacción es la de retroceder, huir. Una vez dentro buscamos, casi desesperadamente la brecha, cualquier rastro de luz, la apertura hacia algún tipo de “afuera”. Lo oscuro nos produce claustrofobia y casi no podemos creer en la promesa de un lugar iluminado al otro lado. ¿Por qué nos da miedo un espacio tan sumamente controlado y asistido como es la sala de un museo de arte contemporáneo? Obviamente se trata del miedo a la oscuridad; un miedo infantil común pero que se basa en razonamientos quizá más complejos y relativos a la esencia del ser. Nos aterra la incertidumbre de lo oscuro, la carencia radical de todo tipo de límites, a saber, y principalmente, el límite de nuestro propio cuerpo. En lo oscuro es donde nuestros pensamientos y sensaciones se deslocalizan, parecen hacerse imagen y abandonarnos. Es entonces la luz algo parecido a una mano (divina) que los contiene, el tapón que cierra el desagüe de nuestra conciencia.

En primer lugar la luz es aquello que nos define como forma, nos separa del resto de las cosas y nos da un efecto de identidad; pero además la luz es lo que nos permite “apropiarnos de las cosas con la mirada” [2]. Este principio de visibilidad como modo de asegurar la presencia es algo que Heidegger describía como principio de composición del ser. En la oscuridad nuestros límites se hacen indiscernibles de las imágenes que contenemos y nuestras sensaciones se confunden, el sentir se convierte en una experiencia de simultaneidad e incluso perdemos el sentido del tiempo. La incertidumbre que produce la deslocalización de las sensaciones resulta aterradora; tememos perdernos en lo abstracto, tal vez para siempre.

“La luz (phos), en todas partes donde este arké manda y comienza el discurso y da la iniciativa en general (phos, phainesthai, phantasma, así pues espectro, etc.) tanto en el discurso filosófico como en el discurso de una revelación (Offenbarung) —o de la revelabilidad (Offenbarkeit)—, de una posibilidad más originaria de manifestación.” Jacques Derrida [3]

Es bien sabido que la oscuridad es el lugar de los fantasmas y de los espectros, formas de luz descompuestas, con límites indefinidos, fugados. Los espectros como escribe Derrida son la promesa de una revelación. Si los espectros nos espantan es porque no estamos preparados para asimilar el significado de dicha revelación. La que nos quiere llevar con ellos o quizá recordarnos que somos más que una pura forma.

“La condición previa de la imagen es la vista, decía Janouch a Kafka. Y Kafka, sonriendo, respondía: ‘Fotografiamos cosas para ahuyentarlas del espíritu. Mis historias son una forma de cerrar los ojos’” [4]

Ante lo aterrador cerramos los ojos casi con la misma voluntad de un obturador (el ojo ES un obturador) [5]. Basta con cerrar los ojos o abandonar un espacio para que los objetos desaparezcan y lo único que nos queda de ellos es la frágil e inestable imagen del recuerdo. Recuerdos que nos asaltarán quizá a medianoche, la hora de los fantasmas que es también la hora del sueño.

La noche es lo que más se acerca a una oscuridad total, nunca cerrada del todo, siempre con las estrellas, muchas veces ya extinguidas pero cuya luz permanece visible – ¡acaso no son las estrellas sino espectros! “Imaginad un universo poblado de todas las presencias de lo que ha sido expandiéndose, como las estrellas mismas, hacia los confines más remotos del universo” [6] escribe José Luis Brea. La inefable y misteriosa noche, es entonces ese espacio poblado de presencias, casi eclipsadas por la cercana luna, esa brecha que, casi brutalmente trazada por encima de nuestra mirada, nos advierte del “imposible silencio de la representación.” [7]

Para Henri Michaux la noche era El telón de los sueños. La apertura de un universo donde todas las presencias coexisten [8]. Durante la noche nos resulta completamente natural soñar. Cuando estamos soñando habitamos más allá de nosotros mismos, en un estado alfa en el que abandonamos la conciencia y olvidamos los límites del cuerpo, con los sentidos “retardados” por la blandura y suavidad de las sabanas, los colchones y almohadas. Protegidos dentro de este espacio acolchado, opaco, en el que nos insertamos cada noche, nuestra conciencia es una cámara que registra en velocidad B los espectros que la actividad neuronal y los estímulos nerviosos “proyectan”. Una filmación, insisto, en velocidad B, con el obturador plenamente abierto, sin cortes o interrupciones conscientes, dejando entrar y salir las imágenes sin orden, espacio o tiempo premeditado. Acaso sea el sueño el momento en el que “ la luz borra sus huellas; invisible, hace visible; garantiza el conocimiento directo y asegura la presencia plena” como nos recuerda Maurice Blanchot.[9] Pero quizá sea esa otra de nuestras maldiciones del arte [10], la de nunca poder capturar esa experiencia. Por eso el relato de los sueños es siempre decepcionantemente impreciso o carente de la emoción de la presencia. Y por eso tan a menudo no hay registro alguno: el despertar nos ofrece una imagen velada; nada consciente que recordar, tan solo la certeza de que algo tuvo lugar, una experiencia intensificada que podemos aun sentir en la laxitud de nuestros nervios.

Quizá ninguna experiencia directa pueda ser expresada sin perder gran parte de intensidad en la traducción del verbo y de su necesario trazo. Estamos condenados a convivir con lo indirecto, que es el lenguaje, y es esa nuestra cadena, la cadena de la palabra que hemos de recorrer en su trazado o en su lectura, la que arrastramos en nuestro morar por el mundo. Y esto es lo que nos puede dar la clave para leer de un modo indirecto El fantasma de James Lee Byars y descubrir como no debemos tal vez de buscar a su fantasma en la oscuridad de la sala sino en el propio título, en la frase que nombra la pieza, que leemos antes de entrar en la sala y que, de un modo primitivo, da existencia a esa gran nada, esa oscuridad que hemos de atravesar para salir a la luz del sentido, y que es tal vez una perfecta alegoría de la palabra.

Publicado en SalonKritik
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* Esta exposición se inauguró -en una primera edición- a finales del 2013 en la apertura del nuevo museo de la Fundación Jumex Arte Contemporáneo. Curada por Peter Eleey y Magalí Arriola. [N. de la E]
Notas

[1] The Ghost of James Lee Byars es una de las piezas seminales del artista y fue instalada por primera vez en Düsseldorf en 1969
[2]”Ereignen significa asir con los ojos, esto es divisar, llamar con la mirada, apropiar”. Heidegger, Identidad y diferencia.
[3] Jacques Derrida, Fe y Saber.
[4] Roland Barthes, La cámara Lucida.
[5] Conviene aquí recordar la magnífica pieza “Blinks” de Vito Acconci.
[6] Jose Luis Brea, “Idea de claridad” http://salonkritik.net/10-11/2012/05/idea_de_la_claridad_jose_luis.php
[7] Ibíd.
[8] Henri Michaux, Maneras de dormido, maneras de despierto.
[9] Maurice Blanchot, Nietzsche y la escritura fragmentaria.

Música, interpretación y territorio.

Publicado en Salon Kritik

El libro de David Byrne How Music Works [1], publicado el año pasado, sigue siendo un bestseller en las librerías mas conocidas de Nueva York. Reeditado y revisado es un manual de referencia imprescindible para comprender el pasado y presente de la música culta y popular. En el libro explica cómo música y tecnología han ido de la mano definiendo espacios acústicos y protocolos que se han reproducido temporal y espacialmente. Hay un componente esencial de imitación entre instrumentos, estilos y épocas que es lo que favorece la evolución de las formas musicales. En cierto sentido se podría decir que la música es una máquina del tiempo: refiere siempre a otros tiempos y espacios en los que fue grabada o a los instrumentos con los que fue interpretada.

Según Byrne si un intérprete, en una actuación en directo, intenta adecuar su sonido al espacio queriendo agradar a las personas que le escuchan en ese instante, el resultado será una burda rendición a la audiencia. Por otro lado si se aísla del público entrando en trance y concentrándose en la interpretación, por mucho que se esfuerce, no conseguirá sino una versión imperfecta y limitada de lo que podría alcanzar en un estudio o un lugar privado con más tiempo y la tecnología adecuada. ¿Cuál es entonces el punto intermedio donde intérprete, canción y audiencia se encuentran para producir los grandes conciertos de nuestras vidas, experiencias memorables que permanecen grabadas en nosotros con la misma o mayor intensidad que otros eventos personales inolvidables?

En un texto que debería de un ser referente para todo aspirante a crítico musical, “El espíritu de la música” [2], José Luis Brea pregunta acerca de la gran tarea del intérprete: “¿Cómo extirparse a uno mismo, todas las adherencias con que el propio ruido -el que el existir hace- ensucia la ejecución?”

Un intérprete por excelencia, Bob Dylan, en la entrevista que realizó para la revista Rolling Stone el año pasado [3], dice que la interpretación musical no tiene nada que ver con la experiencia personal del cantante o músico: “un intérprete, si hace lo que se supone que debe de hacer, no siente ninguna emoción en absoluto. Es una especie de alquimia que tiene”. Dylan, aburrido de todos esos fans y críticos musicales que se afanan por atisbar notas personales en sus letras y canciones o su manera de tocar en directo, aclara que para él hacer música no tiene nada que ver con el cantante ni con sus emociones personales; lo que un artista tiene que conseguir es hacer que la gente sienta sus propias emociones.

Es cierto, cuando asistimos a un concierto queremos escuchar canciones que, tal como las conocemos, fueron grabadas, en espacios y tiempos otros, con otros instrumentos, tal vez tocadas por otros músicos y, sin embargo, queremos que nos traigan unas emociones únicas que sean nuestras y que constituyan nuestro presente. Escuchar música es traer un tiempo otro al presente, actualizarlo, hacerlo nuestro, hacer de la canción la única voz capaz de articular nuestras emociones. La escucha de una canción, nuestra canción, es un gesto brutal de realización del mundo, de un presente sobre el que nuestro espíritu explota como destino, que “te hace sentir que no cabes en tí, que deberías habitar más lugar”, escribe José Luis Brea, “Toda la infinitud de músicas que puebla la memoria, todas las horas de todos los días, de todas las vidas en cada vida, toda la saturación de los minutos, acompañados por la música, siempre la música sonando, los años sucesivos. No el sedimento del gusto -qué importa el gusto- sino el acumularse de las arquitecturas del pensamiento, la tensión de la biografía.”[4]

Tal vez no hay diferencia esencial alguna entre la emoción que siente un joven escuchando a la Velvet Underground y otro tweerkeando con un tema de Miley Cyrus. Pero entre ellas sí hay una diferente arquitectura del pensamiento, que escribía Brea, y tal vez también una diferente apelación a lo que Deleuze llamaba el ritornello. “El ritornello para mi está absolutamente ligado al problema del territorio y a los procesos de entrada o salida de un territorio que llevan al problema de la desterritorialización.” [5]

En el consumo o uso de los artefactos culturales existe en una apropiación o desapropiación del territorio. Es por esto que, y aunque el ejemplo sea una generalización, el adolescente que escucha a Miley busca hacerse un hueco en un territorio cultural dominante y sin embargo el que escucha Sister Ray de The Velvet Underground –y su cuidada elaboración del ruido- quiere por el contrario neutralizar el territorio, quiere borrarlo, demostrar que no pertenece a nadie. Podríamos decir de este modo que la máxima No Future del Punk era menos un canto suicida que una voluntad de abandonar el territorio de las formas culturales hegemónicas, es decir, usando el término de Deleuze-Guattari: de efectuar una desterritorialización. Maurizio Lazzarato explica bien este efecto práctico del ritornello en su texto La máquina: “Hay en el ritornello, en la relación consigo, en la producción de subjetividad, la posibilidad de ejecutar el acontecimiento; existe la posibilidad de sustraerse a la producción serializada y estandarizada de la subjetividad. Pero esta posibilidad ha de ser construida. Los posibles han de ser creados [7]. Es éste el sentido del ‘paradigma estético’ de Guattari: construir los dispositivos políticos, económicos y estéticos en los que tal mutación existencial pueda ser experimentada. Una política de la experimentación y no de la representación.”

Si bien existe un elemento pasivo, de consumidor, en las diversas formas de entrada y salida de un territorio, en el momento en que nos convertimos en creadores estamos expresando la voluntad de experimentar con los territorios. “El acto creativo es, en primer lugar, un agenciamiento de territorios vitales” [8] y ese agenciamiento es una creación de plataformas, de aglomeraciones, de ritornellos o estribillos [9] que construyen planos de comunicación volátil, rendida al tiempo. Quizá esté ahí el verdadero potencial transformador de las formas musicales, en el ofrecer herramientas a la experiencia para que nos permita realizar un vaciado consciente de una realidad inaceptable y rendirnos a la eventualidad radical del instante que, como aguja sobre vinilo, hace sonar nuestra experiencia.
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Notas

[1] https://store.mcsweeneys.net/products/how-music-works
[2] José Luis Brea, “El espíritu de la música”, http://www.accpar.org/numero2/musica.htm
[3] http://www.rollingstone.com/music/news/bob-dylan-unleashed-a-wild-ride-on-his-new-lp-and-striking-back-at-critics-20120927?page=6
[4] José Luis Brea, op cit.
[5] (Gilles Deleuze, Abecedaire).http://www.youtube.com/watch?v=8pQDtmswmJo
[6] http://eipcp.net/transversal/1106/lazzarato/es
[7] Cursivas mías.
[8] Gilles Deleuze. Qué es el acto de creación. http://www.youtube.com/watch?v=dXOzcexu7Ks
[9] En términos musicales generales, un ritornello es la repetición de una sección o fragmento de una obra. En inglés se usa el término refrain, que significa estribillo.

La cultura en término

Originalmente en SalonKritik

Estructuras de interconexión que en realidad lo único que hacen es darnos paso a su través: poner en relación distribuida la totalidad posible de los contenidos que en las innumerables terminaciones nerviosas de esa red cuasiinfinita constituyen no sólo el origen indagador de nuestras pesquisas, sino también su propio objeto final.

José Luis Brea. Cultura Ram. Mutaciones de la cultura en la era de su distribución electrónica.

 

A todos nos ha parecido atractivo en un momento dado hablar del fin de grandes paradigmas conceptuales –Arte, Historia, Tiempo…- designando su caducidad como sistemas de conocimiento, en un intento de pasar página, de iniciar otra cosa, de dejar de usar lo que parece agotado y que de algún modo agota. Los hay que conjuran el fin como puro deseo de transformación, otros lo hacen para intentar hacer desaparecer las ideas que no son capaces de actualizar. En todo caso el fin, el final es un concepto muy físico que cuando se aplica a las ideas suele resultar frustrante. Las ideas no tienen un fin, forman parte de una cadena de transmisión que es memoria y cuyo único fin posible es o bien su uso o bien la carencia de él, el olvido.

Un final no es una ausencia sino un resultado, un outcome, lo que viene hacia fuera, lo que se exterioriza; de ahí que para José Luis Brea el conocimiento constituya terminación-nerviosa-, un objeto que es a la vez final y origen. Del mismo modo llamamos término a una palabra en la que el lenguaje se ha establecido, se ha hecho superficie; pero esto no quiere decir que no se deslice, que no se empalme con otras capas del lenguaje en evolución. La evolución lingüística no viene marcada por la desaparición de un término sino por el desplazamiento generacional o geográfico del mismo; un proceso en el que muta y se transforma, como un virus. En realidad sólo se interrumpe a nivel discursivo aquello de lo que se deja de hablar – o de utilizar- aquello que, para bien o para mal, ni siquiera somos capaces de echar en falta. En cualquier caso, los discursos sobre el fin no nos salvaran de él, por eso en lugar de hablar de fines se podría hablar tal vez de principios, de una multitud de rizomas lingüísticos, de gérmenes terminológicos que se diseminan en la reorganización de los googlebots.

No hay manera de controlar los signos; se ha perdido autoridad –y la autoría- sobre ellos, las imágenes y las ideas ya no están asociadas a los individuos sino a la red que nos conduce a ellas. Para articularlas sólo es posible actuar de un modo activo creando nuevos conglomerados ideáticos eventuales que, como hashtags, refieran a zonas positivas de reverberación. Habitamos un mapa eventual de lugares comunes en los que el lenguaje se articula in a short term, en cortos períodos de tiempo en los que la palabra equivale a todos los usos -en flujo- de la misma, más allá del lenguaje y del habla.

El mundo en red respalda (backs up) la información. Ya no buscamos términos en un archivo de almacenaje sino en uno indexado. La desaparición o la pérdida de información nunca es total ya que hay mirrors, back ups, caches… y lo que es más, hay sustitutos. Siempre habrá alguna imagen o alguna palabra que cumpla, o sustituya o actualice la función del lenguaje, adaptándose a nuestra experiencia mundo como un guante quirúrgico, protegiéndonos de él a costa de perder sensibilidad. Siempre hay –siempre ha habido- pérdida de información, pérdida de experiencia que, intraducible, se deshace como lágrima en la lluvia o como fugaz pensamiento que, expresado, hubiera quizás cambiado nuestras vidas. Es el arte entonces la función que genera imágenes intentando recuperar desesperadamente la experiencia más allá del lenguaje. A menudo se anuncia el fin de la cultura, el fin del arte, pero el arte es algo que no puede desaparecer porque, incluso hoy, cumple dicha función. Decía Gilles Deleuze en su Abecedaire -cuando Claire Parnet le preguntaba por la muerte de la filosofía y del arte- que “no hay muertos, solamente asesinatos.”