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Tumbas de Taos

Cementerio Taos Pueblo

Cementerio de Taos Pueblo © David García Casado

Al igual que el meceo de pandereta de la canción Pat Garrett y Billy the Kid de Bob Dylan suena a una anunciación que puede ser una llegada o una partida, la ciudad de Taos, Nuevo Mexico, se muestra como un lugar sin principio o final concreto y sin un centro bien definido. Un lugar icónico, La Plaza de Taos, concebida como centro cultural no sirve en realidad para señalar el corazón de la villa. Se trata poco más que del residuo de una fortaleza que nunca fue capaz de imponerse como centro hegemónico; un bello rincón en el que compartir algunas pocas memorias, ofrecer un idealizado retrato turístico con hospederías de precios elevados y hacer las veces de mercado de venta de flores, hortalizas y otros bienes de pequeños productores locales.

Pero la ciudad se abre como región, hacia las montañas entre las que se asienta y hacia las praderas donde los búfalos todavía hoy en día deambulan y donde encuentra lugar protegido por la Unesco el Taos Pueblo, un poblado nativo que es quizá el verdadero epicentro de Taos, el alma de este remoto lugar de Nuevo México. No en vano, este poblado es el más antiguo de la región, conquistado por los españoles en busca de metales preciados guiados por Hernando de Alvarado y bajo un sistema de encomienda que implicaba básicamente un derecho de explotación de los recursos a cambio del respeto de las costumbres indígenas y el mantenimiento de la paz. Esta encomienda, al estar tan alejada de supervisión peninsular estaba demasiado corrupta como para funcionar como modelo de colonización; la codicia y violencia de los recién llegados llevaría a una revuelta indígena y a una posterior reconquista española más respetuosa con las costumbres locales que generó una cristianización real de la población nativa americana. El uso de nombres y apellidos españoles como Fernando, José, etc es aun habitual; lo que ellos, aun hoy consideran “slave names”, nombres de esclavo, conservando aún sus nombres nativos inspirados en la naturaleza o en el mundo animal y espiritual. Curiosamente, además de la tan reconocida y preciosa construcción de las casas en adobe, llaman poderosamente la atención los cementerios locales. Simples, cruces o estacas de madera que parecen haber perdido en algunos casos el nombre o cualquier tipo de inscripción, señal del relativo interés de los nativos por las formas de enterramiento cristianas, alejadas de sus propios ritos funerarios. Para los habitantes nativos americanos el lugar genuinamente sagrado es el Blue Lake, fuente y origen tradicional de su prosperidad, de sus recursos naturales y su universo religioso, que les fue arrebatado y solo devuelto a sus legítimos habitantes en 1970 por el presidente Nixon como resultado de una lucha legal en la que por primera vez los nativos resultaron victoriosos sentando un poderoso precedente.

Taos Pueblo © David García Casado

Nuevo México es un Estado en el que, pese a la violencia y luchas territoriales del pasado, coexisten de un modo armónico las diferentes formas tradicionales de ocupación del territorio, la nativa, la de los colonos americanos y las más remotas, la española y mexicana, ofreciendo un entorno costumbrista muy peculiar e intenso y por otro lado bizarro (no olvidemos que la bomba atómica fue creada y probada allí, ni tampoco el incidente alienígena de Roswell). Esta intensidad combinada con la apertura intersticial geográfica de sus ríos, cañones y desiertos ha actuado como centro magnético de artistas y escritores como D.H. Lawrence, Georgia O’keefe, Agnes Martin o Bruce Nauman además de ser colonia hippie y lugar de retiro del actor Dennis Hopper, que descubrió Taos durante el rodaje de Easy Rider y permaneció ahí, atrayendo a la zona a leyendas underground de la industria cinematográfica y de la cultura americana.

Cementerio Jesus Nazareno

Cementerio Jesus Nazareno en el Rancho de Taos. Al fondo se ve la Montaña Sagrada © David García Casado

Destiny in Taos” un interesante artículo en la revista del New York Times escrito por Marin Hopper relata la experiencia de su padre en la zona y el hecho de que esta región tuviera tan poderoso influjo sobre él, hasta el punto de pedir ser enterrado ahí, en un humilde cementerio del Rancho de Taos. Visitamos el lugar: una pequeña parcela sin apenas señalización en una llanura desde la que se eleva majestuosa la Montaña de Taos, conocida por los habitantes de habla hispana como “La sierra de los indios”, donde se encuentra el Blue Lake, el lago sagrado. Una cruz con un rostro tallado y un pañuelo rojo señala la tumba de Hopper. Se trata de una tumba modesta, lo opuesto de los opulentos mausoleos que eligen algunas estrellas de Hollywood para ser enterradas. La decisión de todo un “outsider” de la cultura, que como Billy The Kid – Billy el Niño- y otros famosos forajidos y outsiders forjaron la leyenda de Estados Unidos como un país libre, abierto al sueño individual. Por algo, tanto el film dirigido por Hopper “Easy Rider” como la película documental producida por él mismo, “The American Dreamer”, son aproximaciones a ese relato del soñador americano, un individuo que lucha por crear su propio destino en armonía con las raíces que explican su propia historia y en contra de una modernidad guiada por una idea capitalista del progreso y el consecuente desmantelamiento cultural. El soñador americano, el “easy rider”, es una figura antisistema por excelencia, al igual que lo fueron los bandidos del Suroeste americano, guiados por la autodeterminación. Héroes individualistas que no encajan ni tienen cabida en los procesos macroeconómicos de las sociedades americanas pero siguen constituyendo una especie de argamasa, como el barro que une el adobe, y que en última instancia sirve para mantener juntos la tremenda diversidad cultural e imaginaria de los Estados Unidos.

Tumba de Dennis Hopper en el cementerio Jesus Nazareno

Tumba de Dennis Hopper en el cementerio Jesus Nazareno          © David García Casado

Agujas y surcos de arena

Publicado en SalonKritik

Es algo en lo que he pensado mucho últimamente. Tengo la sensación de que vivimos en un gran disco que rota y rota sobre un mismo surco. Una canción está sonando pero se trata del mismo acorde repitiéndose una y otra vez. “Los tiempos están cambiando”, es la estrofa que nos tiene fascinados, como si lo que viviéramos en la actualidad fuese la cosa más maravillosa, y como testigos privilegiados contemplásemos el desvelarse continuo de las posibilidades que nos depara el futuro. Esta sensación es como la de ver el trailer de una película o una obra de teatro a la que jamás podremos asistir, que tan sólo quizá dentro de algunos siglos alguien podrá ver y establecer la coherencia y el guión de una época que ahora nos parece determinada por el puro azar – amañado quizá- pero no por eso menos inesperado.

“I didn’t mean “The Times They Are a-Changin'” as a statement… It’s a feeling.”

Lo decía Bob Dylan, su canción ‘The Times They Are a-Changin’ no es un statement, una declaración de intenciones, se trata de un sentimiento. Sentir que los tiempos cambian no es lo mismo que decirlo, se trata de estar no en el surco del vinilo sino en la aguja que hace sonar los tiempos. Estar en lo que se adapta a los microsaltos a las derivas a los altibajos del rotar inapelable de los acontecimientos.

Algunos consideramos que las obras de arte más interesantes no son declaraciones de intenciones sino también agujas que amplifican lo que suena y le dan así corpus, una presencia que de otra manera permanecería inadvertida, invisible para una multitud espectadora, que busca desesperadamente el sentido. Una multitud que entiende también el lenguaje como una declaración de intenciones, una proyección de deseos, una idea de futuro que ilumine el presente. La gran adicción de la modernidad.

Paul McCarthy sitúa una “aguja” sobre otro gran disco, la Place Vendôme de París. La música que produce su mera presencia resulta insoportable para muchos. Más allá de la analogía sexual de la pieza, es tal vez el formato (inflable, vulgar, temporal) el que no encaja en una fantasía de cultura como patrimonio, en esa gran película que nunca llegaremos a ver. Algo parecido al coleccionista que nunca llega a poder disfrutar de todas sus adquisiciones. Hablamos de la posesión de una apariencia de identidad y cualquier cuestionamiento de esa identidad resulta intolerable.

Sí, los surcos a veces son profundos pero jamás serán permanentes. Los senderos se borran cuando dejamos de recorrerlos y sobre las carreteras crece de nuevo la vegetación haciendo desaparecer todo trazo. Está sucediendo en Detroit donde la vegetación vuelve a crecer sobre espacios abandonados y que en otro tiempo se pensaban como ejemplos del potencial humano para construir y ser protagonistas de la historia. Y mucho antes… Hoy en día solo la topografía nos permite descubrir trazados de antiguas calzadas romanas, los surcos, las vías del despliegue de lo que fue un imperio.

Si el arte y el pensamiento han aprendido esta lección no pueden entonces contribuir a construir surco sino más bien a crear situaciones temporales de silencio, condiciones de recepción que nos permitan sentir las vibraciones de la música de los tiempos. Al igual que en el ojo del huracán habita la calma, es también en la aguja, en los instantes de inscripción (a menudo tenues y delicados como un trazo de Cy Twombly) donde se encuentra la posibilidad del silencio y la realización del acontecimiento futuro como lo que es: una materia sensible que deja huellas temporales y sujetas a reorganización, como la arena de un jardín Zen que una vez más volvemos a peinar.

Los síes y los noes de Nacho Vegas

Publicado originalmente en SalonKritik
“A todos los abismos porto yo aún, como bendición, mi decir sí”
Friedrich Nietzsche. Así habló Zaratustra.
“Y cuando digo no es no”
Nacho Vegas. El hombre que casi conoció a Michi Panero

 

Del mismo modo que sin el silencio se hace imposible el sonido, sin el sí se hace imposible el no.

Los síes y los noes de Nacho Vegas no son aceptaciones ni formas de rechazo, sino más bien acotaciones, reductos de verdad indiscutible, o que están más allá de toda discusión. Su forma de vocalizar los monosílabos crea muros que protegen su identidad de un modo que casi asusta. Nuestra entrega al sonido, a la identificación con las palabras, y en última instancia con la persona, como con la voluptuosidad de un mar violento, de esa masa colectiva que somos como público, se rompe en seco contra su gesto individuante. Vegas recibe entonces las salpicaduras emocionales del impacto –libres ya de la peligrosidad de lo masivo- y tras el silencio consiguiente hace aparecer lentamente el sonido de su música, orquestada por “las esferas invisibles”, su banda.

No es casual que sus músicos adopten tan leibniziano nombre. Todo en Vegas es Barroco. Todo es pliegue, repetición de pliegues emocionales (en la música y en la letra) que convergen en las intensidades de su voz, en los acentos que pliegan el significado de las palabras. En esos instantes en los que una frase o una palabra es acentuada, la canción se abre a la escucha y cautiva nuestra atención, siempre dejando claro que él habita en el extremo en penumbra del cono de la expresión. Organizado y presente. Integro.

Esta es la difícil contención que todo buen performer posee. Una guerra del individuo contra el delirio imaginario de la colectividad, contra su hambre incesante de destitución. Algo que Dylan llevara a cabo de un modo más radical si cabe a finales de los sesenta en sus primeros conciertos eléctricos. Ahora tal vez no haya abucheos pero si decepciones, que son decapitaciones. También mal periodismo, pero eso es otra historia.

Es por esto que se nos antoja necesario y valioso el uso de actitudes y expresiones que comprimen toda una individualidad haciéndola impenetrable y, por tanto, resistente a su desmoronamiento imaginario. Canciones que son mónadas, mundos en sí mismos, autosuficientes, con una lógica simbólica propia que regula los actos como un código. Aceptando el destino que esta lógica dicta restituimos el mito, una figura que aún conserva, desde nuestro punto de vista, valor como elemento organizador de conciencias. Tal vez, si acaso, aquí nos interese menos los tintes “malditos” de una lectura romántica del mito –la que suelen hacer los media – como el hecho de que constituya una figura de resistencia a la banalidad y falta de responsabilidad generalizada para con nuestros actos y nuestro tiempo.

David Garcia Casado/David Loss