Tag Archives: acontecimiento

Melancolía en los límites de la imagen

Y sin embargo, cuando estábamos en nuestra soledad
nos divertíamos con la permanencia y perdurábamos ahí,
en la brecha entre el mundo y el juguete, en un lugar
que desde el principio se había establecido para
un acontecimiento puro.

Rainer Maria Rilke. Las elegías de Duino.

¿Dónde termina la imagen y comienza el mundo?

Nunca una imagen lo suficientemente intensa como para constituir envoltura y cierre, toda imagen es fractura, pedazo de brillo arrancado al mundo, cristal entre cristales, un fugaz instante que nos hace pedir otro, y otros más, en el impulso insaciable de crear una historia con la consistencia necesaria para cobrar cuerpo, para hacerse nuestra. Buscamos sentido y dirección en los signos, esos frágiles indicios de relevancia, pero en el fondo sabemos que el sucederse constante de momentos que llamamos experiencia es una sugestión, una proyección instrumental del deseo. Enfermos de imágenes, automedicados a base de linealidad, cándidamente devotos al orden, identificamos los caminos donde la imagen accede y procede, y dejamos a los artistas lo que excede. Pero incluso en el exceso queremos ver orden, marco, cerco.

Ilusoriamente se cree que lo cerrado es más fácil de poseer, de integrar en nuestro sistema de identidad, pero ¿por qué habría de serlo? Este impulso de cierre es un movimiento que jamás alcanza una satisfacción plena. La voluntad de poseer, de coleccionar, nunca termina en el objeto en sí sino que se dirige hacia los extremos del objeto. El objeto en sí mismo no revela nada. Lo verdaderamente valioso se encuentra en los límites de la imagen y en la voluntad de transgredirlos. O tal vez más bien de devorarlos, como Lenz y su deseo de contenerlo todo dentro de sí mismo.

Como mediante un común gesto de aclarar el vaho en el espejo, buscando nitidez en el rostro y dejando difusos los extremos, así disfrutamos del eventual consuelo de la imagen, alimentando el voraz anhelo de identidad, continuidad y presencia. Pero en toda tendencia de continuidad y cierre hay una ruptura inevitable, una brecha, de la que el lenguaje, siempre lento e ineficaz, resulta poco más que un paracaídas en éste abismo, en ésta brecha de la que habla Rilke: el espacio del acontecimiento puro. Una brecha que solo tal vez en sueños se presenta inexistente, como un blando desierto sobre el que soplan los vientos de la sensación y los ecos de la memoria. Solo en los sueños, la imagen continua, proyectada desde nuestro cuerpo como una sensación pura que se despliega en un cielo con atmósfera un poco demasiado ingrávida. En ellos, en los sueños, “como rocío de hierba matinal se esfuma de nosotros lo que es nuestro.” [1]

Coleccionistas, artistas, melancólicos de diverso orden no nos sentimos del todo satisfechos con el mundo que nos devuelven estas palabras ni estas imágenes que llamamos vida pero necesitamos guardarlas, crearlas o reproducirlas de alguna manera, acaso bajo el temor de un desvanecernos demasiado definitivo. La imagen es para nosotros una mera huella nunca equivalente con nuestra presencia en el mundo. Tal vez el más secreto e inconfesable placer sea este esfumarse -degradado, paulatino, dosificado como una droga- de lo nuestro, de lo que nos retiene en lo mundano y nos acorrala en esa “brecha entre el mundo y el juguete”. Y quizás hoy por hoy nos invada la congoja de vivir en una época y en un mundo de juguetes sin aura, sin la reverberación sensible de los objetos, la unicidad que los hacía indisolubles de nuestro cuerpo, de sus extensiones plagadas de huellas dactilares, de sus aromas, de formas de desgastar y que eran añadidos a nuestro imaginario como palabras complejas, cuerpos capaces de hablar por nosotros y llenar, acaso más duraderamente, la fractura del acontecimiento.

[1] Rilke, Ibid.

Publicado en SalonKritik

Nostalgia y miedo del acontecimiento puro

Originalmente en SalonKritik

En la infancia parecía que llamábamos a los acontecimientos, los invocábamos con curiosidad y excitación; algunos eran mitos de las generaciones precedentes, otros nos pertenecían sólo a nosotros mismos y su recuerdo estaría alojado en lo más íntimo de nuestra memoria. Surgían a diario del porvenir, esa incógnita fascinante pero también aterradora que nos parecía inagotable.

A medida que crecemos son más bien los acontecimientos los que nos reclaman, hasta el punto de que para muchos la felicidad es la mera ausencia de tal experiencia. Eso que denominamos “vacaciones”, un breve lapso en el que podemos adquirir acontecimientos, desear que ocurran (siempre sabiendo que serán placenteros o al menos novedosos), escapando de una rutina acechada por el peligro potencial de los acontecimientos que nos reclaman.

Miramos o leemos las noticias y nos damos cuenta de esa amenaza permanente. Deseamos huir de los hechos pero a la vez tenemos un reparo moral, debemos de estar al tanto del alcance de los mismos, queremos conocer los límites para saber si estamos eximidos o no de una intervención. Secretamente anhelamos que nos supere, que nuestra actuación sea totalmente irrelevante, queremos volver al acontecimiento puro, aunque se trate de un verdadero desastre.

La cultura del entretenimiento ha acaparado toda nuestra nostalgia por el acontecimiento, aunque sabemos que es solo un placebo y por eso la necesitamos en pequeñas dosis aunque de manera constante. El éxito de series televisivas como Lost o la reciente Breaking Bad, que transgreden los límites de lo esperable; Melancolía de Trier, Stieg Larsson, los libros de Murakami… relatos de vidas monótonas que cobran fuerza ante lo inesperado, que necesitan un giro, un cambio radical en las coordenadas que libera al acontecimiento como posibilidad abierta. Thrillers del siglo veintiuno que consumimos con voracidad y son sustitutos -francamente brillantes- de una experiencia intensificada. Pero el acontecimiento puro siempre regresa, siempre llega; la vida está destinada a acontecer y cuando lo hace es implacable. Los eventos explotan en el instante, no aguardan en ningún destino sino que recorren trayectorias que colisionan. Desear que suceda o no en realidad es indiferente y tiene que ver más con la gestión deseante de nuestro tiempo y nuestros recursos.

Somos espectadores: esperamos. Para dejar de esperar hemos de extender el espacio de acción fuera de los anhelos del futuro y concentrarnos en los acontecimientos y microacontecimientos que ocurren en cada instante a nuestro alrededor y que nos conciernen más de lo que pensamos. Son las pistas de nuestra actualidad, de nuestro propio modo de actualizar lo real, donde la mitología colectiva y la individual coinciden y la nostalgia y el miedo se evaporan ante la energía explosiva del presente. En última instancia todo es cuestión de si decidimos formar parte de esta explosión que escribe con tinta ilegible nuestro tiempo, tal vez éste carente sentido pero excitantemente real.