May 3, 2015May 3, 2015 Crooners, máquinas de nostalgia. Christopher Walken. When I live my life over again. Tribeca FF 2015. Photo by LEILA JACUE Si hay una forma de arte que esté más vinculada con la idea de nostalgia esa es la música. La melodía es una conexión sensible con el pasado, una vibración invisible que, combinada con ciertos aromas y ciertos recuerdos, puede generar una atmósfera paralela, irreal, una invocación de ciertas sensibilidades, de emociones que se albergan en la memoria sensible de nuestro cuerpo. El ritmo es la analogía perfecta del latido de nuestro corazón, que se acelera o se ralentiza en función de las emociones. Por último, la voz es una llamada de retorno, es la expresión del subconsciente, de todo aquello que quisimos decir pero no fuimos capaces de articular porque estábamos arrebatados por el instante. Poseemos esta facultad posiblemente desde la invención del micrófono y los aparatos de registro; dispositivos portátiles de las emociones, máquinas del tiempo, máquinas de nostalgia. La película El Cantor de jazz abrió esa facultad a la imagen, la posibilidad de dar un rostro a aquel que nos hace volver atrás en el tiempo. Al Jolson cantando con la nostalgia de lo irrecuperable, de la infancia perdida, de los años que, estando entregados al instante, ajenos e indiferentes al porvenir, solo se viven a posteriori en la memoria. Esta facultad para la rememoración, para la huida de las realidades intolerables pero también para recuperar las emociones que no supimos definir – para inventarlas quizá – generó inevitablemente toda una industria que se hizo patente en la proliferación que tuvo lugar, especialmente en los años 50 y 60 de profesionales de la nostalgia: los cantantes denominados crooners, un término que surgió en los Estados Unidos para denominar a aquellos cantantes que desplegaban unos registros más íntimos, hablándole al oído de la audiencia, gracias a la posibilidad de amplificación de la, por entonces reciente, tecnología de los micrófonos. Un crooner no es, como tradicionalmente se consideraba, un cantante profesional con excelentes aptitudes para desplegar un amplio rango vocal. El crooner no necesita tener unas excepcionales dotes de voz; basta con que sea capaz de hacer suyas las canciones, de respirarlas con estilo y dotarlas de un cuerpo y textura determinada. El secreto está en los modos de alargar las palabras, de hacerlas vibrar dulcemente y sostenerlas, para quizá terminar quebrándolas violentamente. Es un arte de seducción con un alto componente erótico que Paul Lombard (interpretado por Christopher Walken en When I live my life over again) sabe jugar y que le resulta adictivo. El propio Elvis sabía el poder que tenía su voz para provocar reacciones desatadas en la audiencia, especialmente la audiencia femenina. En realidad el poder de seducción no está en la palabra en sí, quizá tampoco en su significado, sino en el modo en que se enuncia, en el estilo de enunciación de, por ejemplo, Love me tender (Como Sailor le cantaba a Lula esta canción en “Corazón Salvaje” de David Lynch). El cantante por otro lado, no es necesariamente un escritor de canciones, de la misma manera que un compositor no necesariamente es un buen cantante. “¿Acaso se le echo en cara a Marlon Brando que no escribiera las líneas de sus diálogos?” (Dice Paul Lombard en la película), ¿por qué entonces el cantante ha de ser menos por interpretar las canciones de otro? El cantante solo ha de vivir las canciones, a su manera – my way cantaría Sinatra. Por eso tal vez también a Sinatra se le llamaría “la voz”, un apodo habitual en el show business. “Nací así, no tuve elección, nací con el regalo de una voz de oro”, canta Leonard Cohen en The Tower of Song, la torre de la canción, esa especie de prisión que es el Hall of Fame, donde se reúnen las voces muertas (Nick Tosches, “Where dead voices gather”), donde la tos de Hank Williams noche tras noche resuena en los pasillos de la fama eterna. Sí, la voz del cantante es un regalo pero puede devenir también en maldición. Show must go on, dice el famoso eslogan; cuando la voz se convierte en mercancía, el intérprete se ve obligado a entregar su cuerpo y su vida entera para hacerla sonar, para que siga el show. Es la personificación del ego, retratado en el tiempo a través a las grabaciones y los álbumes editados, de las etapas de todo artista de larga carrera que en realidad son formas de adaptarse a los gustos y demandas de los tiempos. Paul Lombard pasado de moda – como propia la figura del crooner-, se refugia en los Hamptons, al Este de Nueva York, cuyo clima es tal vez la alegoría perfecta de la vida de un cantante: diez meses de frío, vegetación marchita y piscinas sucias y apenas dos meses de sol radiante, playa y romance. Tal vez toda forma de nostalgia sea la apelación a ese verano maravilloso de nuestros sueños al que queremos regresar, a través de una voz y una forma de vibrar peculiar que nos devuelve al sueño, al menos durante los tres o cuatro minutos que dura una canción. 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