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Caída y lapso

Lo irrevocable no es, pues, en modo alguno, o no solamente, el hecho de que lo que ha tenido lugar ha tenido lugar por siempre jamás: es, quizás, el recurso —ciertamente, extraño— que utiliza el pasado para advertirnos (con cuidado) que está vacío y que el vencimiento —la caída infinita, frágil— que designa, ese pozo infinitamente profundo en el que, de haberlos, los acontecimientos caerían uno tras otro, no significa más que el vacío del pozo, la profundidad de lo que carece de fondo. Es irrevocable, indeleble, sí: imborrable, pero porque nada está inscrito en él.

Maurice Blanchot, El Paso (no) más allá. 


La caída es inevitable e imparable, estamos siendo arrojados al (a lo) vacío lentamente hasta que nuestras células se fundan por completo con el resto de partículas del universo —hasta ser menos que polvo, la infinitesimal cualidad de lo invisible. Nuestro destino es invisible, ser pura ausencia, ser en off, una presencia que es, en sí, fuga.

La caída parece darse siempre desde algún lugar, pero si de donde caemos fuera desde el propio suelo que ahora pisamos entonces estaríamos cayendo sin cesar hacia el propio lugar que habitamos, sin habitarlo en realidad – simplemente cayendo en él.

Hay en nuestra lengua una cierta obsesión con la razón o la causa de una caída, como si un momento determinado fuera el motivo de nuestra zozobra, el accidente, el desencadenante del desastre, de lo irrevocable, lo irreparable.

El uso reflexivo en español del verbo caer (“caerse”) parece reforzar esta idea. María Moliner (1) nos recuerda que “se emplea exclusivamente la forma «caerse» cuando se piensa especialmente en el momento, la causa o el lugar del desprendimiento, o la caída es brusca o instantánea”. También el dativo: “Se me cayó”, es una manifestación por excelencia de lo accidental.  El verbo “acaecer”, suceder (hacerse realidad), comparte etimología con “accidente”, una realidad que es irrevocable, un momento puramente desplegado a partir del cual ya no se puede volver atrás.

Pero no solo el accidente —el desastre (2)— es irrevocable. La caída es en sí también absolutamente irrevocable porque, si fuera posible lo contrario, estaríamos no obstante cayendo hacia el momento en el que aquella empezó; y —más allá de la supuesta genealogía judeocristiana de la caída, del Génesis, como momento cero, principio de nuestro destino irrevocable (3)— es esta una búsqueda fútil, proyectada al infinito. 

Afectados por un profundo horror vacui, en la búsqueda imposible del origen de la caída, aboliríamos el tiempo, haciendo de éste una noción completamente absurda, sin referencia, pues no habría forma objetiva de determinar el primer momento de nuestro vuelco. Sin ese momento no sería posible medir el transcurso de nuestro desprendimiento, no se daría un instante tras otro (medida del tiempo) sino un acaecer absoluto, un presente contínuo. 

Según Blanchot: “del tiempo sólo quedaría, entonces, esa línea que hay que franquear, ya siempre franqueada, infranqueable no obstante y, con respecto a «mí», no situable. La imposibilidad de situar dicha línea: quizás eso es lo único que denominaríamos el «presente».”(4)

Lapso/Lapsus

Lapso. Préstamo (s. XVI) del latín lapsus ‘deslizamiento, caída’, ‘acto de correr o deslizarse’, derivado de labi ‘deslizarse, caer’. Del mismo origen que lapsus (V.), se ha especializado aplicándose al tiempo (lapsus temporis ‘paso del tiempo’).(5)

¿Sería posible un “ser en lapso”, permanecer en un intervalo esencialmente vacío en el que la línea del presente no pueda ser nunca fijada? ¿Podríamos abolir así el espacio y el tiempo, poseer una conciencia que habitara en ese estado de incertidumbre del acaecer, en un devenir como caída hacia nosotros mismos? Tal devenir partiría de asumir el deslizamiento, un reconocimiento de lo inevitable de la caída en la que los signos no se usarían más como unidades estables con permanencia para fijar posiciones de la conciencia sino más bien como fogonazos, la emisión sensible de nuestra experiencia de la caída(6).

La interpretación o lectura de los signos no conllevaría una búsqueda de reconocimiento de sentido sino la pura observación del índice de nuestra relación con la caída: si nos queremos aferrar a una idea del presente con una consciencia que busca reconocerse como forma separada —ser algo que cae hacia algún lugar y en algún tiempo único, estable— o si nos entregamos plenamente a la caída, a nuestra permanente e inevitable zozobra, si nos entregamos a la impermanencia. 

Jacques Derrida nos recuerda que “la ausencia y el signo […] están pensados como los accidentes y no como la condición de la presencia deseada. El signo siempre es el signo de la caída.” (7)

El llamado “lapsus” del lenguaje en cualquiera de sus variantes, el verbal lapsus linguae, el escritural lapsus calami, el mental lapsus memoriae… revelan a menudo ese deslizamiento, el tirón de la consciencia por la que, al no acertar a decir lo que se pretende, se manifiesta indirectamente que hay un quiebre entre materia y espíritu; que mientras una se revela –en el impacto material de lo real– , el otro permanece en suspensión –en caída– en algún lugar al que no se nos permite acceder salvo en determinadas circunstancias en las que nuestro sentido del yo pierde fuerza (como en el sueño, en ejercicios de automatismo, en estados de vigilia prolongada y en ciertos ejercicios de meditación, etc). 

Aunque la promesa de tales estados de conciencia alterada sea atractiva, no deja de ser por otro lado una forma de huida de nosotros mismos, “la muerte fuera de la muerte”(8). Regodeándonos en la caída y negando la posibilidad del accidente estaríamos instalados en un limbo, eliminando el lapso, la posibilidad de un espacio para lo accidental, para fijar un presente cualsea, fallando en reconocer el magnetismo de lo material, nuestro instinto de tocar el suelo, de frenar la caída bajo nuestra inscripción en el territorio de lo común donde los signos se comparten y se intercambian, donde la caída se hace múltiple.(9) 

Parece entonces que el único modo de evitar este dualismo (materia/espíritu, caída/colisión) sería el de ser conscientes de lo ilusorio de cualquier permanencia de los signos y también de lo imposible  de negar nuestra pulsión hacia ellos, su colisión/inscripción en el terreno compartido de la multitud, de lo humano. 

Por otro lado, habría de abandonarse la idea de una liberación basada en la pretensión de instalarnos en una forma abstracta de espiritualidad que quiera evitar a toda costa la aparatosa y calamitosa relación con los signos. Nuestra única posibilidad de establecer un devenir que no escamotee el presente  —cualsea— parece encontrarse en el simple atestiguar la caída, permaneciendo en ella con una disposición de apertura hacia los signos que con nosotros caen.

And if I wish to stop it all.

And if I wish to comfort the fall

it’s just wishful thinking. (10)

———————-

[1] María Moliner, Diccionario de uso del español.
[2] Maurice Blanchot, La escritura del desastre.
[3 La “caída” de Adán y Eva.  
[4] Maurice Blanchot, El Paso (no) más allá.  
5] Definitions from Oxford Languages
[6] Lo que llamamos “arte”.  
[7] Jacques Derrida, De la gramatología.
[8]   Maurice Blanchot, La escritura del desastre.  
[9] “Siempre caen varios, caída múltiple, cada cual se sujeta a otro que es uno mismo”. Maurice Blanchot, La escritura del desastre.  
[10] Y Si deseara pararlo todo, si deseara acomodar la caída, es tan solo una ilusión. China Crisis, “Wishful thinking”, del álbum Working with Fire and Steel – Possible Pop Songs, vol. II, 1983.

Publicado en Campo de relámpagos.

El incendio de Notre-Dame. Lo simbólico como señuelo.


“El desastre oscuro es el que lleva la luz”
Maurice Blanchot. La escritura del desastre.

Multitud de testimonios de testigos presenciales afirman haber visto la silueta de Jesucristo entre las llamas del incendio de Notre-Dame. La herida de lo simbólico se manifiesta en nuestra cultura como un espíritu heroico que se resiste a su disolución, a la pérdida total de sentido, la oscuridad luminosa del desastre. “El desastre entendido, sobreentendido no como un acontecimiento del pasado, sino como un pasado inmemorial (El Altísimo) que vuelve, dispersando con su regreso el tiempo presente en el que se le vive como espectro” (Blanchot, Idem).

Ha sido discutido también en los medios la rapidez con la que se han recaudado fondos para la reconstrucción de la catedral y se ha cuestionado por qué no se consiguen tantas muestras de solidaridad en causas que pueden beneficiar a un mayor número de personas, como el medio ambiente, el sistema sanitario, el hambre infantil… Una posible respuesta es que estas causas no forman parte del imperio simbólico – espectral –  de nuestras sociedades; son “demasiado reales”. Acontecimientos como el fuego de la famosa catedral de París ponen en manifiesto que vivimos en una sociedad fundamentada en señuelos simbólicos, una suerte de muñecos vudú del imaginario colectivo que sustituyen elementos experienciales singulares, elementos que resultan dolorosos por ser – como decimos – demasiado reales, una expresión innegable de nuestra vulnerabilidad como humanos.

Este terror a la vulnerabilidad  ha puesto en marcha a nivel histórico toda una institución de las formas simbólicas, con la normatividad y el ejercicio disciplinario que nuestras sociedades aún acarrean (por poner un ejemplo: la ilegalidad de quemar una bandera). La normativización de lo simbólico todavía hoy en día es dictado por elementos autoritarios que condenan y penalizan a aquellos individuos que no pueden asumir como propios los elementos formales de una determinada ficción simbólica consensuada, propios de una nación, de una religión o de una cultura. Citando a Foucault: “La  penalidad  perfecta  que  atraviesa  todos  los  puntos,  y  controla  todos  los instantes  de  las  instituciones  disciplinarias,  compara,  diferencia,  jerarquiza, homogeniza, excluye. En una palabra, normaliza[1], y más adelante: “Se  comprende  que  el  poder  de  la  norma funcione fácilmente en el interior de un sistema de la igualdad formal, ya que en  el  interior  de  una  homogeneidad  que  es  la  regla,  introduce,  como  un imperativo  útil  y  el  resultado  de  una  medida,  todo el  desvanecido  de  las diferencias individuales.” [2] 

Abundando sobre el carácter simbólico de nuestras sociedades Ernst Cassirer escribe: “En la forma simbólica de la conciencia  – tal como opera en el lenguaje, en el arte y en el mito – el flujo de los contenidos es reemplazado por una autocontenida y perdurable unidad de la forma” [3], es decir en la integridad de lo simbólico. El símbolo se genera como fijación de los supuestos valores eternos de la forma que de ese modo condonan la necesidad de ciertos aspectos experienciales del sujeto, elementos de negociación, de disenso y de diversificación formal. Los símbolos son elementos de flujo como explica Cassirer[4] o de ritmo como lo precisa Marius Schneider: “El símbolo es la expresión formal, matemática o geométrica de un ritmo común”[5] (lo que lo equipara de algún modo con la estadística como rango experiencial de común denominador). Lo simbólico cumple la función de modelo, de cuerpo falso, de dummy que recibe los efectos – y conflictos – de una experiencia a priori procedimental, que una cultura no permite negociar a título individual a riesgo de la disolución de la propia idea de individuo. Un señuelo que simplifica funciones experienciales complejas y le otorgan una identificación como depositario de experiencia directa, con cuya relación – experiencial, vivencial- resulta ya innecesaria puesto que tiene a lo simbólico para realizar esa función.

Los símbolos han sido de hecho las herramientas más eficaces de un despliegue que podemos llamar “colonial” de las formas y que han estado al servicio de los órdenes culturales hegemónicos. “Las formas culturales (…) consideran a sus símbolos no solo como objetivamente válidos, sino como el mismo corazón de lo objetivo y de lo real”[6].  La institución de lo simbólico tiene como programa el producir una relación con las formas dentro de un orden cultural determinado. Entonces nuestra dificultad de identificación y de relación con imágenes otras – pertenecientes a otros regímenes simbólicos, otras naciones, otras lenguas, otras culturas – viene claramente condicionada por factores de ordenación y hegemonía simbólica que instituyen formas de representación cultural situadas en la base de nuestra construcción de identidad. Esta territorialización de las formas y producción identitaria se concede a cambio de una ilusión de control y dominio sobre lo que nos aterroriza que es en última instancia nuestro desvanecernos como memoria.

Bajo esta perspectiva la práctica del arte, más allá de la consolidación de una hegemonía simbólica consistiría en un ejercicio de singularidad que sólo puede tener función u operatividad artística en el instante previo a toda institucionalización; en el momento en el cual el acto creativo no está destinado a una comunicación directa de la experiencia – la propagación y patrimonialización de un orden simbólico – sino más bien a todo lo contrario, al puro reconocimiento de una resonancia  que solo se puede recuperar a través de la propia experiencia individual. Como lo entendía Gilles Deleuze, el arte sería una práctica que resiste a la comunicación[7], a la hegemonía de las formas que son asimilables y directamente accesibles como cultura.  Se trataría más bien de una expresión de nuestra función singular como recipientes de dicha experiencia que activa una forma de relación con el mundo que no puede dejar de ser sino creativa, puesto que se ve forzada a crear activamente relaciones espacio-temporales en permanente actualización. Más aún sería entender que estas relaciones no pueden formalizarse en una forma simbólica estable, que no hay recipiente definitivo que recoja esta relación en manera definitiva y perdurable.


[1] Michel Foucault. Vigilar y castigar.

[2] Idem

[3] Cassirer. Filosofía de las formas simbólicas.

[4] Idem

[5] Marius Schneider citado en: Juan Eduardo Cirlot. Diccionario de símbolos

[6] Cassirer, Ibid.

[7] Gilles Deleuze entrevistado por Toni Negri. “Crear siempre ha sido una cosa distinta que comunicar. Lo importante será tal vez crear vacuolas de no comunicación, interruptores, para escapar del control.”

Retos y contradicciones del paradigma multicultural de Occidente.

“La forma ideal de la ideología de este capitalismo global es la del multiculturalismo, esa actitud que -desde una suerte de posición global vacía- trata a cada cultura local como el colonizador trata al pueblo colonizado: como “nativos”, cuyo colectivo debe ser estudiado y “respetado” cuidadosamente. “ Slavoj Zizek[1]

Ciertamente gracias a la globalización la resonancia de voces de múltiples culturas se ha normalizado en Occidente, se ha convertido en nuevo paradigma del capitalismo y uno que plantea retos importantes para los modelos de sociedad y para el propio capitalismo como sistema hegemónico. Sin embargo la presencia más o menos declarada de lo multicultural en las sociedades Occidentales no es una novedad o algo que haya surgido espontáneamente a raíz de la globalización. Las minorías han encontrado siempre una voz dentro del sistema hegemónico de formas diversas en las artes y las letras como un ejercicio camuflado en formatos digeribles por la cultura dominante (música, literatura…) – al igual que a través de reclamaciones más radicales de visibilidad o en forma de movimientos de protesta por parte de diferentes colectivos que comparten unas determinadas condiciones raciales, lingüísticas, sociales, de género…  La novedad con el desarrollo del capitalismo avanzado y la implantación global del paradigma postmoderno es que existe una proliferación de posiciones minoritarias y su validación como posibilidades siempre y cuando no se mezclen y así se mantengan en un espacio “zoológico” de turismo identitario sin permeación real en el conjunto de las sociedades.

El arte contemporáneo ha sido uno de los vehículos en los que la denuncia de la unilateralidad de la cultura ha sido más explícito y arriesgado, quizá por estar salvaguardado por un contexto muy específico, dirigido a un público que busca retos intelectuales y críticos de un determinado orden. Sin ir más lejos, la obra de Adrian Piper que se expone actualmente en forma de retrospectiva en el MoMA de Nueva York[2] pone en evidencia la profunda contradicción de nuestra forma de comprender y gestionar la diversidad cultural, asignándole un valor inocuo como una piecita más del sistema cultural hegemónico con el que nos sentimos identificados y del que nos sentimos parte. La obra de Piper abunda en contextos reales en los que se manifiesta que no hay una permeación real de lo multicultural, que se trata de una mera categoría más, una etiqueta que coleccionamos como insignia o como dice Zizek, un fenómeno que “estudiamos y respetamos cuidadosamente”. Ponemos la chapita en nuestra chaqueta o el hashtag en el feed de nuestras redes sociales pero lo cierto es que en la realidad no es tan evidente que exista un entrelazado multicultural en nuestra sociedad [3], seguimos rodeándonos de nuestros semejantes – con los que compartimos una suerte de raíces culturales – y considerando la aproximación a otras culturas como una curiosa nota floral, un adorno, una especie de turismo identitario que nos hace sentirnos ricos en experiencia.

Sin intención de juzgar todo legítimo viaje o exploración intercultural, tal vez deberíamos hacer reflexión sobre este modo en que dicha exploración tiende a recoger únicamente los valores que de algún modo son compatibles con la cultura mainstream o que pueden funcionar en ella como una “medalla de honor”, en una herramienta más para el sostenimiento de unas condiciones de privilegio. En esa exploración descartamos infinidad de detalles que nos resultan inservibles o directamente incómodos (ciertas tradiciones, ritos, creencias…) porque no aportan a nuestros argumentos el tipo de valor que se establece como moneda de intercambio y capital de privilegio en la sociedad dominante. Siguiendo la cita inicial de Zizek estaríamos ante un uso “colonial” de una cultura otra. Por otro lado, aunque sea absolutamente legítimo explorar con curiosidad las formas que tienen las culturas que nos rodean y de recrear esos mismos valores “a nuestra manera”, se plantea en tal exploración una posibilidad con tanto potencial enriquecedor como de usurpación simbólica.  Esto sucede con la llamada apropiación cultural, un robo simbólico por el que se pierde el contexto que originó algún elemento cultural y que cuya función simbólica puede ser completamente diferente en las sociedades y contextos en las que se originó, en muchos casos desarmando su función como herramienta identitaria utilizada por algún colectivo. Simplemente se toma el aspecto formal o lo que nos sirve – como decimos, de acuerdo con un régimen de privilegio – en nuestra propia sociedad sin ningún interés real por el contexto y el uso en su lugar de producción. Hay que señalar que, a mi modo de ver, la apropiación cultural puede ir aún más allá de un uso superficial: en una cierta lucha por el activismo más feroz en ocasiones se busca solo los detalles sórdidos que han atormentado a una determinada minoría o grupo social por el hecho que nos sirven para sostener unos ciertos argumentos que nos han dado un papel determinado como interlocutores en un sistema cultural mainstream. En la “calidad”, preparación y diplomacia de los interlocutores culturales, que actúan como una suerte de traductores entre culturas, puede estar una de las claves hacia una regulación más enriquecedora del multiculturalismo. Personas o agencias que ayuden a poner en contexto y a integrar ciertas manifestaciones culturales dentro de un sistema hegemónico.

Uno de los mayores retos que plantea el multiculturalismo se produce a partir de la homogeneización cultural del capitalismo y su mercantilización de la cultura. Esto genera una bastardización de diversos elementos provenientes de diferentes culturas pero adaptadas al gusto y formato cultural occidental determinado por el capitalismo. La explotación masiva y unificación de diversas culturas en torno a productos que sean del gusto de diferentes tipos de clientes/sectores de la población genera un distanciamiento del aspecto local de los elementos culturales y un empobrecimiento o descontextualización de la experiencia. En consecuencia y como reacción a esta homogeneización se da una pugna por la autenticidad y la búsqueda de raíces que se expone como un anhelo por la diferencia y la unicidad en cada visión de la cultura. Podemos observar la contradicción por la que lo multicultural pugna por su inclusión en el sistema hegemónico pero al convertirse en mercado se ve sometido a una pérdida de los elementos que sostienen su diferencia, su voz particular. La demanda por la diversidad cultural se da en estos dos momentos, primero en el de la lucha por su inclusión en un sistema hegemónico y segundo en el del reclamo radical de la diferencia y unicidad de cada visión que en última instancia se puede desglosar en las particularidades de una región en concreto, una ciudad en concreto, un barrio en concreto o una familia en concreto.

Lo que empieza como una defensa de cierta identidad “colectiva” (el famoso “melting pot”), una vez consumida su energía de diversificación y depotenciada por las formas limitadas de las tendencias del marketing , da paso al reclamo de identidad individual en el campo de juego del capitalismo. Esto nos puede ayudar a ver cómo la cultura  – dentro o fuera del capitalismo, si es que puede darse tal afuera – no deja de constituir sino una forma de apego a una identidad individual, un reclamo de un territorio simbólico que no existe en la realidad, que no es ni siquiera colectivo sino que cada miembro de cada cultura tiene su propia ficción de lo que esa cultura representa o debería de representar. Abrazar entonces el multiculturalismo significa aceptar la validez de esa forma de ficción simbólica del otro pero a la vez, si queremos ser realmente honestos con nuestra propia condición, el ser capaces de desvelar esa ficción e reinventar las formas culturales en todo momento con las personas que nos rodean en los territorios en los que nos encontramos. Este puede ser quizá una aproximación más abierta de lo que el multiculturalismo puede llegar a significar y ofrecer una tolerancia a la inmigración más allá del “esta es nuestra cultura, o la amas o vete de aquí” y más a ver la propia idea de cultura como un ente vivo, en constante transformación y mestizaje debido al juego de vectores socioeconómicos, generacionales, que se produce incluso dentro de una misma cultura dominante.

David García Casado 2018

Notas:

[1] Multiculturalism, or, the Cultural Logic of Multinational Capitalism.Publicado en New Left Review, No. 225,  Septiembre- Octubre de 1997. https://newleftreview.org/I/225/slavoj-zizek-multiculturalism-or-the-cultural-logic-of-multinational-capitalism

[2] Adrian Piper: A Synthesis of Intuitions, 1965–2016. MoMA.

[3] Adrian Piper. Close to Home. Exit Art, 1987.

La tinta en el ojo, el ruido en la palabra

La actualidad está en el centro del ojo y se expande a través de destellos de sentido. Existe una cierta resistencia en el ojo por fijar y definir, una fulgurancia que nos hace creer en nuestra visión, en los efectos de eternidad que ésta promete.

Pero, ¿cómo y por qué creamos imágenes? ¿Cómo y por qué las fijamos, recordamos, valoramos y utilizamos como unidades de comunicación?

En nuestra opinión, todas las imágenes poseen a priori el mismo valor de comunicación, intentan poner en común una experiencia particular -y negamos que deba de existir ningún tipo de jerarquía que regule la calidad de las experiencias. Pero sí que entendemos que existe una valoración de los signos relacionada con la intensidad de transmisión de dichas experiencias cuyo valor es, principalmente, su significado. Los signos poseen calidad no como entidades formales, un significado reconociblemente “bueno”, sino en cuanto su concatenación estilística y al ejercicio de una autoridad que, en su manifestación -en su emisión- se desliga de todo referente para expresarse como posibilidad significante singular.

Para activar las imágenes como unidades significantes es necesario proveerlas de un cierto valor de acuerdo con sus posibilidades de alteración de la consciencia y/o de la identidad, de su temporalidad. El tiempo y espacio de su publicación es crucial al igual que siempre lo ha sido la cuestión del medio; es aquí donde las imágenes ganan su poder de transformación pública puesto que pueden establecer nuevos protocolos y nuevos mecanismos relacionales. Lo que esta activación imaginaria sostiene es, por tanto, un deseo de comunicar la experiencia y de interactuar en la esfera pública, en sus movimientos deseantes, reguladores del sentido.

Este uso, proceso y producción de imágenes significantes (distingo aquí estas, ya dentro de una valoración cuantitativa –que es al fin y al cabo una distinción ética- de los signos y su comunicación) insiste en la capacidad “educadora” de las imágenes y en su legitimación como auténticos sistemas pedagógicos del uso de la comunicación. Esto pasa, por ejemplo, por reclamar ciertas obras de arte como auténticos métodos teórico prácticos de la transmisión de experiencias, o ciertas obras literarias como genuinos sistemas de asimilación plástica de lo real. Podemos afirmar que un uso incrementadamente activo de las imágenes (visuales o perceptuales en general) por el gran público reduciría el valor especulativo de las imágenes y asentaría las bases para el establecimiento de un terreno fértil para un desarrollo civilizatorio en términos de sus formas de comunicación, de una evolución intelectual expandida. Artaud decía: “Ser culto es quemar formas, quemar formas para ganar la vida; es aprender a mantenerse erguido en el movimiento incesante de las formas que se destruye sucesivamente.” [1]

Desde el punto de vista de los trabajadores dentro del campo cultural -es aquí donde todos nos encontramos en este preciso instante- consideramos una prioridad deconstruir el estatus icónico de las imágenes, el “teatro de la inmovilidad” en palabras de Foucault, para transformarlo en uno móvil, que no se podría poner en marcha más que a través de modos eventuales y abstractos de la experiencia. Las imágenes generadas a través de estos procesos –de disociación, de reorganización, de producción relacional y procesamiento eventual, imágenes proceso- ganarían una complejidad que no podría ser ya más formulada a través de instantes de experiencia ópticos, dislocados e inexistentes aunque pretendan ser el reflejo de una totalidad identitaria “real” [2] , sino a través del ejercicio del arte –de la soberanía de la experiencia– como el método tradicional y complejo de transmitir experiencia intensificada.

Más allá del habitual exceso y mal uso de las imágenes al que estamos acostumbrados en la actualidad, el arte funciona como un artefacto imaginario cuyo uso devuelve a las imágenes a su fisicidad en cuanto formas de aprendizaje y desarrollo vital. Separando a las imágenes de los objetos (¿es necesario volver de nuevo al “esto no es una pipa” de Magritte?), permitiendo que las cadenas asociativas se rompan, creando estandards de recepción y estilos de imaginación particulares más que “confundir todos los aspectos de la realidad con cada forma de posibilidad” (Foucault). En definitiva, utilizar las imágenes no como meros estímulos visuales sino como efectos de vida.

Pero para que tal idea de efecto de vida no sea malentendida (asociada a ejercicios de banalidad y autocomplacencia), creemos que es importante entender que el sentido de la comunicación reside en el uso consciente de las imágenes a través de técnicas precisas de ver, escuchar, tocar, entender…sin un fin particular. Implica, por tanto, el adentramiento en un territorio abismal, no cartografiado, dentro del cual nos podamos sentir como en casa, asimilando su extrañeza como la auténtica condición por el que el ser se expande y por tanto se comunica. Debemos quizá para ello entender por qué la experiencia es soberana; ésta no revela nada, no tiene fin, se despliega y en esto radica su verdadera autoridad como realidad, y por tanto, como territorio social. Bataille, Blanchot, Kossowski y otros nos han enseñado esto que, una vez aprendido, no nos podemos permitir el lujo de olvidar. Las mónadas de experiencia se organizan a sí mismas, nosotros tan sólo hemos de permitirlas desplazarse y crear, manteniéndonos alejados de enganches adictivos a la imagen tales como el narcisismo, el fetichismo, la melancolía… Creemos que el arte debe de ir más allá de estos placeres de retención, permitiendo el olvido, aceptando la desaparición de las imágenes que es al fin y al cabo la de nosotros mismos.

Lo que desde aquí sugerimos es el uso activo de la visión (y el resto de los sentidos) como las herramientas de corte que son. Herramientas que definen y deciden la temporalidad y espacialidad del ser. Gilles Deleuze sugeriría: “No se trata de decir: crear es recordar, sino recordar es crear, es llegar hasta ese punto donde la cadena asociativa se rompe, salta fuera del individuo constituido, se encuentra transferida al nacimiento de un mundo individuante” [3]. El recuerdo es una poderosa máquina generadora de imágenes y debe de ser utilizado con cautela. “Recordar sólo lo necesario” decía Beckett. La memoria puede ser muy productiva en el modo en que diseña la identidad y crea al Otro. La producción de este fantasma –del Otro- se encuentra en la base de la misma comunicación, en los modos en los que explora las posibilidades del ser y su proyección hacia su perdurabilidad, hacia la eternidad. Este fantasma de la comunicación gracias al cual interactuamos, esta auto ficción que nos sirve como interfaz social, tiene el poder de clarificar todas las relaciones de significado que ésta contiene en un momento dado (en el centro de lo imaginario, ciego por otro lado) multiplicándolas hacia la infinitud (cuando todo se explica a si mismo y no hay necesidad de aferrarnos a nuestra ficción; por el contrario es ella la que ahora, como una estela, nos sigue).

David García Casado

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[1] Antonin Artaud, Mensajes revolucionarios, Fundamentos, Madrid, 1971. p.39
[2] Imágenes de atentados, de sucesos, de monumentos, de obras de arte; dogmas, estéticas, estereotipos…
[3] Gilles Deleuze, Proust y los signos, Anagrama, Barcelona, 1970. p. 116

Por qué tu liberación está involucrada con la mía | Rev. angel Kyodo Williams

    • Estamos finalmente en un lugar en el que podemos aceptar que nadie es ajeno o está al margen de la opresión.
    • No se puede de ningún modo entender la naturaleza de la mente individual sin comprender la naturaleza de la mente colectiva. Y la naturaleza de la mente colectiva tal y como la conocemos está construida sobre los cimientos de la opresión, el patriarcado y la supremacía blanca. Ese es el lenguaje que todos compartimos.
    • La gente parece estar en una posición que se denomina “de privilegio”, como si tuvieran algo que fuera necesariamente deseado o deseable por el resto del mundo. Pero yo no quiero nada de esa enfermedad a la que debemos de dejar de enmarcarla como privilegio.
    • Lo que se nos ha contado es una mentira y nuestro trabajo es el de liberarnos. Observar ese constructo y los modos en los que nos limita para alcanzar nuestro pleno potencial. Un potencial que no consiste en tener más cosas, o de escalar en nuestra posición social… esa enfermedad que nos aleja de poder conocernos los unos a los otros de poder vernos los unos a los otros y de saber que nuestro derecho natural es, precísamente, el amor.
    • Se trata de una confusión en torno a lo que significa ser humano, sacrificado en pos del acceso, de la tierra, de dominar, y es lo que nos separa de nuestro derecho natural.
    • La liberación está en elegir ser 100% responsable sobre el quién y el cómo somos. Y si eso nos suena como un trabajo realmente largo y difícil… es que lo es.
    • No hay liberación individual posible sin una liberación colectiva.
    • La supremacía blanca y lo que nos obstaculiza la liberación son una misma cosa.
    • Muchas veces nos repetimos: “Sabré cuándo estoy siendo misógino”, o “Me daré cuenta de cuándo estoy siendo un opresor”, o “Sabré cuando estoy siendo racista”…  No lo sabrás, por supuesto que no lo sabrás.
  • Nadie tiene las respuestas. Ese es tu trabajo.

Estos puntos son extractos de la charla Dharma “Why your liberation is bound up with mine” que Rev. angel Kyodo Williams dió en el Shambhala Center de Nueva York el 8 de Mayo de 2018. Puede escucharse el podcast de la versión íntegra en inglés aquí.

Traducción: David García Casado.

Ryuichi Sakamoto: CODA

En las escenas iniciales de la película Ryuichi Sakamoto CODA podemos ver al músico y compositor sentado en un piano rescatado del tsunami de 2011 en Japón. De alguna manera las notas de ese maltrecho piano suenan como un quejido o quizá más bien un aullido primario, un “primal scream”. El eco de un sonido preconceptual, la música salvaje del universo.

Ya en su estudio de Nueva York, sentado a un flamante piano Steinway & Sons, el músico habla del increíble esfuerzo y coste para producir industrialmente uno de esos instrumentos, de cómo la madera ha de ser sometida a tremendas presiones, ser forzada a curvarse en una cierta forma, los metales tensados a una cierta presión. Todo ello para cumplir con los cánones armónicos de nuestra cultura. Y sin embargo, a pesar de la sofisticación tecnológica de tal proceso, el piano se desafina al cabo de un tiempo manifestando una tendencia de retorno de los materiales a su forma natural, a su propia armonía fuera y ajena a los cánones humanos; un regreso al  lugar preconceptual del sonido.

En otra escena vemos a Mr. Sakamoto hablando sobre su lucha contra el cáncer y podemos ver similitudes con la ética de cuidado del instrumento que es característica en un músico: “Sería una pena no extender mi vida si puedo hacerlo”, dice. En el hiato que le ha impuesto el cáncer vigila su forma física y su dieta minuciosamente, manteniéndose alejado del trabajo, de todo aquello que puede forzar a su cuerpo e inducir una recaída.

Pero finalmente se ve tentado por una energía que para él posee más valor que el propio instrumento, éste no es sino un artefacto, un cuerpo de resonancia emocional. Del mismo modo en que la madera del piano está en permanente tensión hacia el caos desatado y primigenio del sonido en estado puro, Sakamoto termina sucumbiendo a la su propia naturaleza como músico para rendirse al sonido, para convertirse en su conductor – no en vano, director de orquesta en inglés se dice “conductor” –  que entiende al mundo entero como una fuente inagotable de música y a la frágil y efímera estabilidad de las notas de un piano (la misma que la de las imágenes que producimos o de las palabras que escribimos) como la alegoría perfecta de nuestro propio ser en el mundo.

THE VIEW – “LA VISTA”

Por alguna razón nunca había abordado el tema de esta manera, nunca había pensado en “la vista” desde una ventana como algo que pudiera ser un reflejo directo de una forma de relacionarse como el mundo y determinar un grado de presencia, un index de nuestra relación con lo real. En “la vista” está todo lo que proyecto al (del) mundo, como una sesión de psicoanálisis hecha cuadro, frame, instante cinematográfico o quizá plano secuencia que termina al cerrar la persiana o, como se diría en inglés de una manera muy apropiada: “the blind”.

La vista, la ventana es una pequeña porción, apenas un agujero, pero en ella se condensa toda una idea del “afuera”. ¿Pero afuera de qué? Hablamos del afuera de un, llamémosle, territorio amigo, familiar, donde despliego una determinada forma de control. Desde aquí puedo bajar y subir la persiana, abrir o cerrar la ventana, poner cortinas… pero sabemos que la “cosa” sigue ahí, lo que conforma eso que la gente llama “el mundo”. ¿Entonces, se podría decir que nuestra intimidad forma parte del mundo, o es algo diferente, separado, o con la posibilidad de ser separado de él? Por otro lado, ¿acaso no hay actividades tan mundanas como las que ocurren hacia adentro de esa ventana, en una cierta intimidad?: véase dormir, comer, ver la televisión, cortarse las uñas… Lo cierto es que además de esas actividades de puesta en acción de lo común o de lo mortal también se produce algo poco mundano que es la posibilidad misma de mirar hacia un afuera, como quien mira una pecera o una pantalla, atraído, fascinado por la posibilidad de una separación con respecto al mundo. Ese ser atraído, lo describe Foucault, “no  consiste  en  ser  incitado por el atractivo del exterior, es más bien experimentar, en el vacío y la indigencia, la presencia del afuera, y, ligado a esta presencia, el hecho de que uno está irremediablemente fuera del afuera”.

Pero volviendo al tema, “la vista” activa una cierta representación del mundo y manifiesta cómo me siento en relación con dicha representación, es decir, si me resulta acogedora, repulsiva, fría, indiferente… Se dice que una vista es buena cuando abarca una gran totalidad del espacio, como si ese mucho abarcar de algún modo expandiera lo que nosotros somos y conocemos, y nos diera entonces un cierto poder sobre lo visto. A menudo nos sentimos afortunados al sentir que nuestro mundo está constituido por esa preciosa imagen que contemplamos y que es valiosa en tanto en que es única, dotada de cierto privilegio: un exclusivo “punto de vista”. Por otro lado se dice que una vista es mala, malísima, cuando un cuarto da a un callejón mal iluminado, a un sucio patio interior o directamente a un muro. En la “mala vista” se nos niega una representación idealizada o privilegiada del mundo. Es la vista de lo común y chabacano, de la realidad desnuda sin adorno: miramos por la ventana y vemos una pared de ladrillo que es el mismo material que construye el propio habitáculo en el que nos encontramos, sin cobertura ni embellecimiento alguno, es la pura estructura que nos acoge.

Nuestra relación con “la vista” es también reflejo directo de los afectos y de la distancia que tomo hacia el otro. El mundo que veo, ¿es el mundo de otros o es “mi” mundo? Por ejemplo, cuando L. B. Jefferies en La ventana indiscreta mira y asume responsabilidad sobre lo que sucede fuera de su ventana como si fuera un problema a resolver en su propio mundo. El aspecto cavernoso del habitáculo desde donde miramos es una metáfora del cuerpo y “la vista” es literalmente: la vista, el ojo que observa al mundo, un ojo amplificado con el teleobjetivo de la cámara. La reacción a lo que sucede a través de ese ojo es lo que siente el propio cuerpo que quiere ocupar el espacio de su habitáculo para convertirse en él. Este habitáculo está repleto de los objetos que nos recuerdan lo que somos (recordemos el plano secuencia inicial en el que se nos muestran los hallazgos de su carrera como fotoperiodista), la “chatarra” de la identidad que acarreamos. Pero la chatarrería continúa también en el afuera y hay identificación con los edificios, con esa casa de enfrente, con el quiosco de la esquina, con el cartero que vemos llegar cada día o la vecina que podemos reconocer en la distancia. Es así como opera la familiarización con el mundo que nos rodea, una estrategia de producción de ilusión de estabilidad y continuidad del ser.

Si miramos a través de la ventana con impunidad es porque sabemos que no podemos ser identificados, que nuestra identidad está protegida por una cierta oscuridad y por el anonimato de la retícula de ventanas de un edificio. Pero la paradoja de los sentidos como ventanas a lo real es que no solo producen hacia afuera sino que permiten la entrada del mundo al interior: nuestros oídos, nuestros orificios nasales, los ojos, en realidad no dan sino que toman, reciben. Es posible entender “la vista” entonces no como índice que permite un acceso al mundo sino que también permite el acceso del mundo, en una permeabilidad radical.  La forma en la que no solo producimos mundo sino también somos producidos por el mundo, es decir, vistos por el mundo, el modo en el que estamos expuestos absolutamente, sin la posibilidad perpetuar la ilusión de toda posibilidad de proteger parte alguna a esta exposición.

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PS: Punto de vista.

 “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es.” (1 Corintios 3:16-17).

Se puede hacer la analogía del cuerpo como refugio de la conciencia. El cuerpo es el templo de Dios según la Biblia. Los sentidos son entonces las aperturas a lo real. Pero qué es lo que habita ese templo. Si es el espíritu de Dios ¿dónde estamos nosotros entonces? Valga esta pregunta para comprender el punto de vista, cuando se expresan una opinión o creencia, no como un lugar hacia afuera, sino nada más que un emplazamiento determinado, una pura posición, que no nos protege ni soporta como una posición de ventaja para un francotirador. El punto de vista no deja de ser un orificio permeable a través del que se vierte pero también se recibe, transformándonos inevitablemente, por lo que nuestra opinión puede cambiar siempre en virtud de dicho flujo. Es este quizá el propósito y objetivo genuino de toda conversación o diálogo: el trasvase de ideas y subjetividades entre dos o más personas.

David García Casado 2017

Momentos de consciencia de un magnetoscopio.

<< Rewind. Un accidente

Cuando tenía 7 años un accidente me obligó a pasar un tiempo en cama, sin poder correr ni practicar deporte o jugar a los juegos enérgicos propios de esa edad. Fue quizá ese tiempo en el que se formó en mí una cierta separación del resto, una pequeña burbuja, una forma de conciencia pensativa dirigida hacia el interior que presumo tuvo que ver en el desarrollo de mi carácter y formas de relación e identificación.

Esa burbujita o bien estalló en cierto momento o me ha engullido por completo, lo cierto es que ya no se quién es ese niño del que estoy hablando. Lo que queda de él son algunas fotografías, cicatrices que atestiguan el efecto de una herida y memorias borrosas, las propias y la de mis familiares, que evocan un recuerdo esbozado pero aparentemente suficiente para generar una ilusión de identidad.

>> Fastforward. El desierto de lo real.

Trato de dar cuerpo a la ilusión, de encontrarme con la identidad, y obtener la recompensa de cierta afectación nostálgica. Camino por las calles donde pasé mi infancia que son elementos importantes de la arquitectura, o mejor dicho, la escenografía de la memoria. Las contemplo como si algo increíble fuera a suceder, con la intensidad paroxista de quien está a punto de sentir algo maravilloso pero que no llega a producirse. Es una experiencia fatigosa que, admitámoslo, llega a hacerse aburrida.

Al vivir desde hace tiempo en un otro lugar, lejano, mi identidad se ha despegado no solo del territorio sino de muchas otras equivalencias que a veces mantenemos para salvaguardar la integridad del yo. La nostalgia me parece una recompensa insuficiente, como una droga que de tanto abuso resulta inefectiva; un simple caramelo, el sustituto banal de una experiencia de turismo emocional. Por contra me siento invadido por la sensación de ser un extranjero en mi propia tierra, fascinado por todo lo que me ha dejado de ser familiar, las facetas culturales que el hábito me incapacitaba ver. Me siento quizás más cómodo con la figura anónima del extranjero y descubro una habilidad inédita para convertir todo instante en un momento de cierta revelación, el aprendizaje de algo que a mi yo local le habría pasado desapercibido. Sobre todo me divierte de ello la subversión de ciertos procesos identitarios que en algún momento figuré como estables, incuestionables.  

Pero algo amenaza esta sensación anónima: percibo un cierto miedo a reconocer o ser reconocido por un otro, el temor de hacer frente a los efectos de mi permanencia o no en los recuerdos de otros que en algún momento sin duda conocí. Es una experiencia dura ver como a quienes deseabas reconocer en los espacios junto a los que te situabas mentalmente puede que no sientan lo mismo, que realmente te han olvidado, que para ellos tu ya no eres parte de esa memoria-lugar. También es duro darte cuenta de que has olvidado a algunos que aun te recuerdan y sientes la terrible sensación de que no tienes nada que devolver a ese afecto, a esa memoria que ahora se entrega como un regalo. Una memoria de la que para algunos sigo siendo parte, una pieza más, por minúscula que sea, que conforma una cierta ilusión de pertenencia al lugar. Me inquieta el pensar que seguimos estando, de un modo factual, no meramente simbólico, allá donde somos recordados.

* Rec. El lenguaje como constatación de la pérdida.

El cabezal de grabación es una cabeza borradora, registra pero también borra. La memoria es selectiva y  recordamos con mayor intensidad lo que se conecta más profundamente con nuestro deseo. Una información que a veces sale al exterior como fuga, cuando menos lo esperamos, cuando se genera el canal adecuado que reestablece la escenografía de la memoria. En los sueños, quizá… En momentos de apertura al subconsciente, quizá en las últimas palabras de un moribundo… Rosebud.

En el documental Alive Inside se muestra como el efecto de la música tiene la capacidad de generar una vía de comunicación para pacientes con alzheimer. De algún modo éstos pueden reencontrarse con los recuerdos que ciertos sonidos o canciones reestablecen en su conciencia. Esto da a los familiares la opción de poder volver a comunicarse con ellos con una cierta garantía de reciprocidad en el entendimiento y el reconocimiento mutuo. Continue reading

Conversación con José Maldonado a.k.a. Limboboy

Texto publicado en El Estado Mental

DAVID GARCÍA CASADO: Querido Maldo, me gustaría, si tienes tiempo, iniciar algo de diálogo. Quisiera empezar aquí (luego podemos usar otro medio) y tal vez partir de ese texto que has compartido en FB de Barbara Carnevali, con el que en principio no estoy muy de acuerdo pero me gustaría saber tu impresión al respecto. Puede ser un inicio…

Personalmente entiendo que lo que se llama “teoría” es una aproximación a un problema estético, político, sociológico, etc., a través de herramientas conceptuales que casi siempre tomamos prestadas, son muchas veces ideas de otros o que otros han desarrollado. En este sentido sí veo que el ejercicio de la teoría puede ser un IKEA de la filosofía, superficial y tal vez poco duradero. Pero por otro lado creo que esa democratización del pensamiento es positiva. Da herramientas y soluciones, como digo, temporales, pero pueden ayudar a entender mejor y más complejamente un momento sociocultural. Obviamente la filosofía es una disciplina que requiere absoluta dedicación y pienso que por supuesto debería de tener un papel más relevante como forma de conocimiento.

JOSÉ MALDONADO: Estimado David, será un placer conversar contigo. Indicas que son “ideas de otros” aquellas que se “emplean” en la denominada por Carnevali Teoría, pero creo, sabemos, que Carnevali recorre una senda que ya otros recorrieron y que de alguna manera está muy implantada en amplias regiones de las diferentes actividades humanas de conocimiento. Tanto tú como yo hemos experimentado esa resistencia a la llamada Teoría en diferentes ámbitos: las escuelas de arte -la esfera artística en general- pero sabemos, que también es una actitud muy extendida en otros campos de conocimiento. Por poner un ejemplo, buena parte de los estudios de Física Cuántica sufrieron durante muchos años, y aún lo padecen, de cierto rechazo a cierta Teoría. Puede parecer algo diferente, pero si se analiza con detenimiento no lo es tanto. La Filosofía durante siglos fue el crisol de la teoría y de una relación de comprensión mutua con la naturaleza… la lógica pitagórica, los estoicos, tan queridos por Deleuze, forjaron un andamiaje sólido que a finales del siglo XIX pasó a ser territorio de matemáticos. Esta circunstancia dio paso a la pérdida del lenguaje natural que, aunque formal, no era formalista. Es en este sentido en el que me refiero a cierta teoría en el campo cuántico, y creo que esto es relevante… Descartes, Leibniz, Barrow o Newton eran unos catalizadores deslumbrantes de la sobreabundancia de la naturaleza… de sus infinitas, o al menos muy amplias, posibilidades. Todo, claro está, como resultado de una mirada más o menos ingenua e ingeniosa pero también despreocupada de los falsos problemas, que tanto intraquilizaban a Bergson. Quiero decir que había mucha heterodoxia, más que ahora, y una actitud diferente al aproximarse a los hechos. Einstein es un caso claro de pensamiento divergente.

En cualquier caso Carnevali trata en su artículo el asunto con delicadeza y respeto -creo que una clave está en la inclusión de Latour al final de su lista de pensadores-, pero al final, cierta conclusión de su reflexión es “zapatero a tus zapatos, dedícate a lo tuyo y no confundas”.  Es en este punto donde la expresión que tú empleas (“las ideas de otros”) parece casi comulgar con la insistencia de Carnevali. Mi manera de entenderlo es que las ideas son de todos y todos manejamos las ideas, y los conceptos y la aplicación de los mismos, con mayor o menor fortuna… pero con “propiedad”. Ahí es donde la Teoría Crítica, y no solo la Teoría, en la versión cotidiana -permíteme que lo exprese así-, desarrollan su función. Las ideas son propiedad de todos porque la mina, el territorio, la sima o el filón del que se extraen es un bien común. Otra cosa son las regulaciones comerciales y las propiedades intelectuales al uso -es otro medio- y también la resistencia a las mismas; la evolución y las muy diferentes maneras en que son tratadas en uno u otro ámbito. Para mí, conceptos fundamentales son el aproximarse y el error. La Teoría de los no especialistas aporta descubrimiento e inquietud… Confusion is next, decían Sonic Youth en su álbum Confusion is sex¹.

… en este sentido va parte de lo que quiero decir en mi comentario. Tengo la sensación de que resulta muy filosófico, en cierto modo, claro.

Permíteme que apunte aún una cuestión más sobre Carnevali. Creo que el respeto que exuda su largo comentario  tiene su origen en la actividad laboral que realiza, la pedagogía, pero en ciertos puntos llega a recordar a la perniciosa mexicana que anda por ahí confundiendo a las mentes fáciles.

La Teoría es necesaria, pero no escrita así y por tanto calificada como generadora de confusión (lo que no es malo en un sentido spinozista: no nos descompone). Es necesaria una actitud teórica de pensamiento, palabra y obra (esto suena raro, pero hacer también es teorizar -hacer lenguaje es dar lugar a la palabra, entre otras muchas formalizaciones y realizaciones del lenguaje), actitud teórica decía, que permita generar ideas, desarrollar conceptos y construir “útiles”, sean estos puentes, instalaciones, objetos de sentido estético o sopas confusas: dan trabajo, pero de eso se trata. No hay que tener miedo a la Teoría, tampoco a la supuesta mala Teoría, y mucho menos a la Teoría hacia la que apunta Carnevali.

DGC: Eso último que dices está muy bien. Entiendo que encontrar una idea, o llegar a ella, requiere un cierto trabajo o disposición. En ese sentido sí estoy de acuerdo con ella, pero no estoy de acuerdo en que la aproximación al trabajo de teorización de esas ideas sea únicamente una actividad correspondiente a los filósofos. Como tú dices, no hay que tener miedo a la mala teoría ni tampoco al mal arte. Son importantes aquí las políticas del arte, al igual que las políticas de la educación, las políticas científicas…

JM: Insisto en que es interesante reparar en la inclusión de Bruno Latour en la lista (no sé cómo no está [Bernard] Stiegler). Se detecta una cierta resistencia contra el postestructuralismo -soterrada- y por supuesto contra la Teoría Crítica de Adorno o Max Horkheimer, entre otros. Entiendo que hay especializaciones, indicadas estas para los “obreros especializados”, pero no todo es especialización (ni fordismo o toyotismo y sus correspondiente posts y “aleaciones”). Hay otros modos de producción de sentido, y por tanto de conocimiento, que no atienden a la necesidad de especialización… una especialización que en definitiva es una trampa y una acotación de territorios (estancos, estancados y estancantes) que no beneficia al desarrollo de las sociedades y a la libertad de las mismas… al conocer y al conocimiento alcanzable. Mario Bunge es una especie de adalid de este tipo de actitud del zapatero a tus zapatos, de la filosofía exacta (inquietante) y del realismo científico (y él sabe lo que dice y lo dice con propiedad, la propiedad del especialista. También el sacerdote habla y actúa con una propiedad alucinante).

DGC: La propiedad del especialista, qué gracia.

JM: Es su territorio, de él y de los suyos, y sólo de ellos. También los especialistas constituyen banda y saben lo que es el crimen. Lo exportan y desde él generan las normas, desde su inmenso territorio, desde la banda y desde el crimen que cometen contra aquellos que están fuera de foco y de su norma.  Tengamos en cuenta que conceptos e  ideas como algunas de las que se generaron desde la filosofía, ética y moral, también desde la teología y la religión (pseudofilosofías estas), rigen el comportamiento de las sociedades, lo regulan e instituyen. A lo mejor se me ve el plumero materialista… Diferente al de Bunge, mi materialismo es torpe e inexacto.

En esto que comentas de las Políticas es donde Carnevali se desespera cuando cita la idea de biopolítica foucaultiana… pero es que todo lo que se desarrolla desde ahí tiende a ser liberador y por tanto una toma de conciencia muy importante de los factores o campos de conocimiento y “poder” que determinan la evolución y el desarrollo de las sociedades en sus diferentes niveles de acción y “creación” de riqueza y patrimonio común, de los bienes comunes que se comparten. Aquí Mauss, y una parte del estructuralismo molan con todas las aportaciones que hacen para lo que vino después…

Insisto, lo de Latour es importante… tiene un fuerte “deje” heideggeriano. Stiegler es también muy interesante… y también había por ahí un canadiense, Harold Innis, que tiene una teoría de la comunicación coetánea de McLuhan que es muy intensa e importante. De hecho, Innis era economista.

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